Resultó una gran novedad y causó no poco sobresalto en la época que la Iglesia Católica irrumpiese de manera tan contundente en un debate tan mundano como el de la economía. Pero, ¿qué había llevado a esa situación?. ¿Qué clase de acontecimientos políticos y sociales habían provocado que la Iglesia fundada por San Pedro se ocupase de manera tan explícita por las cuestiones sociales?.
En primer lugar hemos de decir que la economía nunca ha estado exenta de implicaciones morales y ha sido, como todas las demás actividades humanas, campo de batalla entre el bien y el mal. En ese sentido, siempre ha sido objeto de atención por parte de los teólogos y eruditos de la Iglesia. En la época medieval era común que los eclesiásticos entrasen en debates cómo qué precios y margenes comerciales son moralmente aceptables o cuándo un préstamo es legítimo o cae en la pecaminosa consideración de usura. Los escolásticos, y con especial intensidad y erudición la Escuela de Salamanca, trataron las cuestiones económicas desde el punto de vista de la moral cristiana.
Por otro lado, a finales del siglo XIX las cuestiones económicas y sociales habían llegado en los países occidentales a una situación tan novedosa como extrema. Se encontraba en pleno apogeo el periodo de innovaciones tecnológicas y organizativas denominado Segunda Revolución Industrial. A diferencia de la primera, ésta afectó tanto a Inglaterra como a la gran mayoría de países europeos, Estados Unidos, los dominios británicos y Japón. Los descubrimientos científicos sin precedentes y su aplicación industrial generaron una traumática transformación de las sociedades de su tiempo. Las innovaciones aumentaron la productividad relativa del Capital como factor de producción, reduciendo la del Trabajo. Aún así la demanda de mano de obra en la industria, movida a su vez por la demanda de nuevos productos, creció incesantemente, provocando un profundo y continuado éxodo del campo a la ciudad. Esto dió lugar a situaciones en la que los trabajadores muy a menudo se veían avocados a interminables y agotadoras jornadas para conseguir un salario en el mejor de los casos de supervivencia en un entorno de precios al alza, ante el rápido crecimiento de la población en las ciudades, que les obligaba además a vivir en condiciones de hacinamiento en los nuevos barrios periféricos. Además esa migración masiva del campo a la ciudad junto con el crecimiento poblacional había provocado que la mano de obra fuese relativamente abundante, con la consiguiente pérdida de poder de negociación ante un capital más escaso y concentrado y mucho mejor organizado. Esta situación, como es sabido, fue caldo de cultivo para el intento de aplicación práctica de las teorías sobre la lucha de clases de Marx y Engels, y el movimiento revolucionario conoció en estos años una fuerte expansión, que comenzó con el experimento de la Comuna de París, tras la derrota francesa ante Prusia en 1871, y culminó con la revolución rusa durante la Primera Guerra Mundial.
Para entender como llegó la sociedad por sí sóla a un orden tan injusto que llevó a tantos hombres, no pocos de buena fe y muchos de ellos criados dentro de la Iglesia, al extraño camino propuesto por los revolucionarios, hay que analizar qué había sucedido con la economía en los siglos anteriores. En términos económicos, podemos decir que ya desde algunos siglos atrás se había iniciado lo que conocemos como “capitalismo” que a estos efectos podemos definir como el sistema económico en el que el Capital está concentrado en unas pocas manos y la mayoría de la población queda como mera oferente de Trabajo. Los expertos suelen coincidir en señalar al sur de Alemania y al siglo XVI como cuna y nacimiento del capitalismo, curiosamente el mismo lugar y tiempo del origen de la llamada Reforma Protestante. Los cambios tecnológicos de la Primera Revolución Industrial, que afectó principalmente a Inglaterra, hacían que el desarrollo pasara por la construcción de grandes fábricas e ingenios mecánicos para los que eran precisas tanto una gran concentración del capital como una extensión y divulgación de las prácticas societarias y crediticias. Para ello y en base a las “economías de escala” generadas, tenía sentido que en nombre de la eficiencia económica el capital quedase concentrado en unas pocas manos que fuesen así capaces de abordar esas grandes inversiones. Ahora bien, siguiendo a Hilaire Belloc (“Historia de Inglaterra”, “Europa y la Fe”) podemos indicar que esos cambios tecnológicos no provocaron por sí sólos la concentración del capital, sino que se encontraron con un capital que, al menos en el caso inglés, ya previamente había sido concentrado en muy pocas manos por un fenómeno aparentemente de naturaleza religiosa pero de gran implicación económica y que había marcado toda la política europea en los tres siglos anteriores: la Reforma Protestante.
(En el próximo artículo analizaremos la influencia de la reforma protestante en el proceso de concentración de la propiedad).
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