miércoles, 13 de enero de 2016

Un viejo puente romano


Recientemente, en un anuncio de la revista norteamericana "The Oxford Review", he encontrado una inquietante afirmación que ha llamado poderosamente mi atención. Decía el anuncio que, actualmente, dos de cada tres católicos no creen en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía. Desconozco si tras esa afirmación se esconde un concienzudo estudio o se trata tan solo de una estimación o una impresión personal. Espero que se trate más bien de lo segundo, pues la idea de una mayoría de católicos negando un dogma de tanta importancia, por más que pudiera estar restringida al siempre peculiar ámbito norteamericano, resulta razón más que justificada para el desasosiego.

Max Weber, en su conocida y genial obra "La ética protestante y el espíritu del capitalismo", citaba la Presencia Real, junto con el perdón sacramental de los pecados, como los dos elementos "mágicos" (como expresión de lo sobrenatural en la tierra, entiéndase con ánimo descriptivo y no despectivo) que la reforma protestante eliminó en su intento de "racionalizar" la religión. Para Weber esta "racionalización" de la religión formaba parte de un proceso más general que afectaba a todos los aspectos de la cultura y la sociedad occidental y que fue causa principal de su posterior primacía técnica y organizativa sobre el resto de civilizaciones. Sin embargo, este proceso daba lugar a un mundo nuevo y extraño, dominado por las necesidades de la producción y la burocracia, un proceso con consecuencias negativas sobre la libertad individual y sobre la creatividad en las artes que Weber denominó "desencantamiento del mundo" (Entzauberung der Welt).

Eliminando esos dogmas que reconocen la presencia de lo sobrenatural en nuestro mundo, se consigue lo que podríamos denominar una "religión racional" o una "religión desencantada" como parte coherente y estructurada de un "mundo racional" dominado por la ciencia y la técnica. Pero, ¿qué sucede cuando, como hemos observado particularmente en el pasado siglo, los frutos de ese mundo racional y desencantando no son sino guerras, genocidios, hambre y sufrimiento por doquier? No pocas personas, ante la visión de los monstruos que el sueño de la razón ha producido, han vuelto la vista hacia aquello que permanecía inmutable a los tiempos y a las modas. Muchos volvieron, y siguen volviendo, sus ojos hacia la Iglesia Católica, como guardiana celosa de una sabiduría ancestral con mucha más capacidad para explicar la realidad que el positivismo o el psicologismo imperantes. 


El converso de nuestros días viene a ser un desencantado que deposita sus esperanzas en aquello que ha permanecido inconmovible pese al paso del tiempo, incombustible pese a la cantidad y gravedad de incendios y desastres que ha visto pasar. La Iglesia Católica es como uno de esos viejos puentes romanos (nunca mejor dicho) cuyos pilares de piedra construidos hace dos milenios resisten a las crecidas mientras otros construidos en tiempos modernos, en teoría con mejor técnica y materiales, se desmoronan tan súbita y patéticamente como fueron construidos. Cuando el converso, que ha sobrevivido milagrosamente a varios de estos desplomes, vuelve su vista y ve que el viejo puente romano sigue ahí, impertérrito e impasible, se produce en él lo que Waugh describió como el abandono de un cuarto cuyas paredes son espejos deformados que ofrecen visiones grotescas de quien se mira en ellos, subiendo por la chimenea hasta el mundo real, mágico y maravilloso que Dios ha creado. 

Vivimos unos tiempos de cambios en la Iglesia. En realidad, esto mismo podría haberse dicho en casi cualquier época de la historia de la misma. A menudo nos vemos alterados por cambios en cuestiones formales o estéticas. Por más que estas cuestiones puedan herir la sensibilidad de los agraciados con cierto gusto por el arte o el ritual, sus implicaciones entran dentro del campo de la (por otro lado necesaria) belleza y armonía. Como en "Retorno a Brideshead" la llama eterna resplandece pese a situarse sobre un deplorable candil de cobre. Mucho más peligrosa es la cuestión citada al principio acerca del cuestionamiento de la Presencia Real. Es aquí donde debe marcase una verdadera línea roja. Porque si el puente romano subsiste tras innumerables riadas, terremotos y crecidas, algo milagroso desde cualquier análisis histórico, es porque sus pilares no son de este mundo. Podemos decorar el viejo puente romano de manera lamentable. Podemos añadirle luces de colores y adornos de papel. Todo eso, sin dejar de ser una completa abominación, no hundirá el puente. Pero si, en nuestro empeño por "adaptarnos a los tiempos", prestando oídos a la vieja tentación de acomodarnos con el mundo, abandonamos el viejo puente romano con sus pilares mágicos y tratamos de construir otro con modernos y deslumbrantes materiales, tarde o temprano éste se derrumbará, como toda nuestra ciencia y como todas las construcciones de nuestra siempre subjetiva y nada realista racionalidad.    




lunes, 28 de diciembre de 2015

Por una nueva aristocracia



Los últimos avances en ornitología (sí, ornitología) parecen haber dado al traste con una de las creencias más arraigadas respecto al comportamiento social de los pájaros. Solía considerarse que el individuo que encabezaba las bandadas era el que ostentaba el mando y la hegemonía en las mismas y en torno a él se ordenaban el resto de aves de acuerdo con una estricta jerarquía. Parece ser que esta explicación, fruto sin duda de nuestro asombro y admiración al alzar la cabeza hacia el cielo y contemplar el sublime espectáculo de una perfecta formación, ha sido refutada en favor de otra mucho menos prosaica, según la cual la primera es ante todo una posición gregaria, al ser la que mayor esfuerzo exige a quien la ocupa u ostenta y la que menos se beneficia de las ventajas aerodinámicas del vuelo en grupo. En pocas palabras: el individuo al que al mirar al cielo identificábamos como el líder, el primus inter pares del orden aviar, era en realidad el más “pringao”, el verdadero “primo” en la acepción no latina o vulgar del término.


Posiblemente ambos puntos de vista sobre la cuestión, el viejo y el nuevo, son acertados a su manera y con total seguridad no son incompatibles entre sí. En realidad, las costumbres sociales de los pájaros no han cambiado nada en miles de años, y obedecen, entonces y ahora, al orden natural dispuesto por Dios y a sus leyes. Es el hombre moderno el único que cambia constantemente su forma de mirar a esa realidad bien estructurada, en su obsesiva manía por anteponer su ideal a ésta y en su incomodidad ante cualquier concepto moral que limite los veleidosos designios de su voluntad. Y es nuestra forma peculiar de ver el mundo, que combina un ideal colectivo aparente moralista con un comportamiento personal descaradamente individualista, lo que ha puesto en crisis toda nuestra organización social, que no debería ser, en los trazos gruesos, tan diferente a la de las aves.

Uno de los rasgos que más ha caracterizado a la sociedad occidental en los últimos tiempos es lo que Dietrich Bonhoeffer denominó plebeyización de todas las clases sociales. La sociedad estamental se caracterizaba por un orden basado en las funciones que cada individuo desempeñaba y ese orden tenía a su vez su legitimidad en las cualidades de dichos individuos. En el mundo moderno se ha perdido completamente esa noción de cualidad en relación a la participación en la vida en sociedad. Actualmente no existen diferencias fundamentales en cuanto a misión, objetivos o aspiraciones culturales entre las distintas clases o niveles sociales. Lo único que diferencia a unos de otros es su capacidad de consumo. Todos ansían lo mismo, solo que unos pueden llevarlo a cabo y otros no. El pobre ansía ser como el rico y el rico teme acabar como el pobre. Pero ambos comparten unos mismos valores y una misma mentalidad individualista que impregna toda posible participación en la vida social e impide que ésta resulte constructiva, salvo por la tan manida coincidencia de intereses egoístas. Vivimos, en definitiva, en una sociedad de plebeyos, de villanos que solo alcanzan a mirar por su propio bienestar. Esta actitud, que en el pasado era el fruto de una carencia total de cultura, es hoy el producto de una cultura extraviada y errónea.


Los primeros nobles, en tiempos de caos, tal vez no tan distintos en muchos aspectos a los actuales, cuidaban de sus pequeñas comunidades, a las que proporcionaban organización y protección. Posteriormente, conforme esas comunidades se iban ampliando y formando reinos, surgiría otro tipo de noble que obtendría su título a causa de sus cualidades, debidamente apreciadas y reconocidas por su soberano, y demostradas por lo general en el campo de batalla. El mundo ha cambiado mucho desde esta época de espadas y caballeros, no exenta de injusticias y atropellos, pero en la que el honor y la salvación eran lo más importante para un núcleo significativo de individuos. Hoy, desde nuestra visión cínica del poder, nos resulta extraño e incomprensible por ejemplo que el Emperador Carlos I detuviese las conquistas en América en tanto una comisión de teólogos decidía si eran lícitas, o que liberase al infame Rey de Francia tan solo para que siguiese guerreando contra él. Tampoco entendemos que la vida cotidiana de Felipe II como Rey de España consistiese en largas jornadas de ingente papeleo tratando de dirimir lo que es justo hasta en el asunto más liviano para poder así estar en paz con su conciencia. Había en esas personas un espíritu, un ethos pre-moderno, que trabajaba en interés de su reino y sus súbditos. Sus acciones estaban ante todo encaminadas a la salvación de sus propias almas, camino que conduce, por obra de la ley natural, al interés común y, cuando se sigue fielmente, por causa de la inmanencia del bien y del mal, a mucha mayor dicha en la propia tierra que la que tendría un soberano entregado por completo a sus pasiones, como lo fue por ejemplo Enrique VIII de Inglaterra. Esa nobleza de espíritu, que se correspondía con la propia nobleza de su condición social, entra en crisis con el advenimiento de la mentalidad moderna. Y es que la sociedad estamental acabó sucumbiendo no tanto por razón del levantamiento en armas del pueblo llano, incitado por los intereses de la burguesía, sino ante todo por los efectos que en ella misma tuvo una nueva forma de ver la vida que influyó por igual a todos los sectores de la sociedad. La aristocracia cayó por sí misma desde el momento en que quienes pertenecían a ese estamento dejaron de pensar en proteger y servir a la comunidad y comenzaron, lejano ya el ardor guerrero de sus antepasados, a preocuparse por la reclamación de sus derechos, la ampliación de sus rentas y heredades y su posición de influencia y poder en la gobernación del reino.  Sin nobleza de espíritu, la condición de noble se convirtió tan solo en un título jurídico que comportaba enormes ventajas. Las revoluciones fueron pues una consecuencia, no una causa, de la carencia de legitimidad de la posición de la nobleza respecto de su aportación a la sociedad.

Hoy en día, como bien es sabido, nuestras sociedades se rigen y gobiernan por formas de organización política que solemos denominar democráticas. Este término, en sentido estricto, hace referencia a la manera en la que se accede al poder, pero no así a los principios, la moral o la ética con la que se ejerce el mismo. Para esto último se utilizan conceptos complementarios como “estado de derecho” o “imperio de la ley” que garantizan o pretenden garantizar, entre otras cosas, los derechos del ciudadano de a pie frente a los abusos del poder. Se trata de una garantía de mínimos que pretende ante todo, y con toda razón, evitar dichos abusos mediante la disposición de leyes al respecto. Estas leyes, como no puede ser de otra forma desde el punto de vista de la organización civil, se encargan de castigar aquellos comportamientos que implican de hecho actos de corrupción, como el robo o malversación de caudales públicos o el nepotismo. Desde nuestra mentalidad legalista pensamos que un gobernante es honesto si no cae en estos excesos. Llamamos corrupción únicamente a las manifestaciones externas de la misma. Pero la verdadera corrupción tiene una cara oculta mucho más peligrosa, algo que estas leyes no consiguen, ni pretenden, evitar. Y es que desde el mismo momento en que decidimos participar en política para adquirir influencia y peso en la comunidad, para conocer personas “importantes” de las que obtener favores y ventajas temporales, para alimentar un ego siempre insaciable, en ese primer mismo instante en el que vemos todo el asunto como algo bueno para nuestros intereses, ya ha producido la corrupción sus peores efectos. El resto, el robo o el enchufismo, son tan solo manifestaciones extremas (a veces, por desgracia, demasiado habituales) de esa misma mentalidad, pecados accesorios de un pecado mucho mayor y más peligroso para nuestras almas que es la soberbia. Tratamos de levantar nuestro propio orden en la tierra, generalmente con la mejor de las intenciones, desde la ignorancia del orden divino y, sobre todo, desde la perspectiva de la elevación de nuestro ego por encima de las leyes de un Dios al que fingimos desconocer o conocer tan solo de vista siempre que nos interesa. La verdadera corrupción no se produce al saltarse una ley, sino al participar en la vida pública con una motivación egoísta.

Este fenómeno bien podría estar en la propia esencia de un mundo caído, pero el hecho es que los tiempos van, por lo general y en lo relativo al menos a la Civilización Occidental y particularmente a Europa, en dirección a un acrecentamiento de este desinterés por el bien común en beneficio del propio. Por otro lado, bien podría tratarse de un proceso histórico de declive de una civilización que se refleja claramente, por ejemplo, en el caso del Imperio Romano. Toynbee explicaba estos procesos de auge y caída en función de la disponibilidad o indisponibilidad de minorías creativas que fuesen capaces de orientar al conjunto de la sociedad en función de unos principios o unas cualidades. No sería descabellado pensar que, en caso de ser posible aún una recuperación de la civilización cristiana u occidental, ésta ha de venir de la mano del vitalismo de una minoría creativa y que ese vitalismo, aunque pueda parecer una contradicción, ha de tener por fuerza una raíz espiritual. En realidad, es muy difícil imaginar una posibilidad de recuperación que no se corresponda con este perfil.

Occidente necesita una nueva nobleza. No en el sentido de una cuadrilla de individuos que ostente privilegios, sino en el de un grupo, pequeño al principio, de personas cuya actuación en sociedad se base en una desinteresada utilización de sus cualidades al servicio del bien común. No es algo tan fantástico como parece a primera vista, y de hecho ya pueden percibirse señales en esa dirección. La actual crisis, material y espiritual, hace que esas actitudes adquieran prestigio, pues existe una gran demanda de ellas, por lo que el terreno está abonado para su imitación en tanto se lleven a cabo con un espíritu sincero y decidido. Las propias cualidades nos han sido dadas a todos con gratitud y generosidad, pero se atrofian y olvidan si no se ejercitan, o si se emplean de manera interesada, es decir, para un propósito diferente a aquel para el que nos fueron dadas. Las cualidades nos han sido otorgadas para la vida en sociedad y para la ayuda al prójimo, y si la dirección de una comunidad ha de basarse en la posesión de estas cualidades, solo podrá sostenerse mediante el uso generoso y continuado de las mismas. Todo esto se resume en la máxima "si quieres reinar, sirve."


Esta nueva nobleza debería distinguirse ante todo por su actitud moral. Cada noche electoral nos cansamos de escuchar palabras como victoria, mayoría, liderazgo, etc. Son conceptos vacíos, de nivel bajo, característicos de una visión del poder como dominio sobre personas y cosas. La nueva nobleza deberá emplear palabras como servicio, sacrificio, trabajo,… conceptos que caractericen una vocación altruista de servicio a la comunidad, una concepción de la dirección de los asuntos públicos como carga y una plena consciencia de los peligros del poder de cara a la salvación del alma. Se precisan Frodos, capaces de cargar, no sin dificultades ni consecuencias personales, con el anillo, no Boromires o Sarumanes.  Pero, ¿ha de actuar por fuerza esa nueva nobleza en el campo de la política tal y como está establecido y estructurado en nuestras sociedades? Creemos que no necesariamente, o al menos no principalmente. La proliferación de nuevas opciones políticas en nuestro país puede parecer, a simple vista, un signo de esperanza, pero hay que analizar con cuidado, tarea que excede con mucho las posibilidades de este artículo y de este articulista, si los mecanismos establecidos no constituyen en sí mismos trampas insalvables para quien trata de restituir un orden moral, como anillos demasiados poderosos como para poder cargar con ellos. Dejando a un lado el tema de la participación en política, creemos que esa nueva nobleza ha de expresarse ante todo en la actividad económica, cultural y social de cada día. Como sucedió con la aristocracia original, los nuevos nobles serán personas capaces de fundar y liderar pequeñas comunidades de carácter suprafamiliar, que no solo aseguren el sustento y la comodidad de sus miembros, sino que también velen por su bienestar espiritual. La recuperación y difusión de la cultura clásica y tradicional es tal vez la más noble de las tareas y precisa también de los más nobles espíritus para ser llevada a cabo.


Nuestra sociedad necesita líderes, y esos líderes han de ejercer su liderazgo mediante el empleo desinteresado de sus cualidades. Los nuevos nobles se distinguirán precisamente por la nobleza de sus actos, por el altruismo de sus acciones y por un ejercicio consciente del bien que, aunque se materialice en su pequeña comunidad, tendrá un efecto positivo en toda la humanidad. Los grandes acontecimientos, como batallas o revoluciones, permanecen en nuestro imaginario como momentos decisivos que cambian para siempre el discurrir de la historia. Pero esta impresión es tan solo el producto de un determinismo materialista que impregna toda nuestra mentalidad idealista. Son los pequeños actos de amor, los que tienen reflejo y permanencia en nuestra realidad espiritual, los únicos capaces de cambiar verdaderamente el mundo.

lunes, 1 de diciembre de 2014

¿Vencedores o vencidos?


Muchas veces se ha utilizado la expresión “vencedores o vencidos” para sugerir que muchos de los componentes ideológicos del nazismo han acabado calando en nuestra sociedad pese a la derrota del eje en la Segunda Guerra Mundial. Identificaremos a continuación, sin propósitos de exhaustividad, siete de esos elementos que, siendo característicos de la ideología nazi, aunque no siempre originarios de la misma, vienen ganando fuerza en nuestra sociedad en los últimos años:

 

  1. Propaganda. La idea “goebelsiana” de la mentira como base de la información ha calado profundamente en nuestra sociedad. En la publicidad comercial o política se considera totalmente habitual y normal mentir. Nos cuesta imaginar a un asesor de nuestro tiempo diciéndole a un político “eso no lo debe poner en su programa porque no lo puede cumplir”. Lo mismo sucede con buena parte de los periodistas en nuestro país, que no están al servicio de la verdad sino de la “línea editorial” del medio que les paga, y esa así llamada “línea editorial” es, cada vez más descaradamente, tan solo un conjunto de intereses políticos y comerciales que justifican cualquier exceso estilístico siempre que esté a su servicio, un simple “compre, vote, compre,…”.


  1. Darwinismo social: la vida como lucha. Se manifiesta cada vez más en la vida del hombre moderno y en sus manifestaciones culturales y artísticas la idea de la competencia por conseguir más que los demás como único y verdadero sentido de la existencia. Así, las instituciones benéficas, como la familia y el estado, se deterioran rápidamente. En la familia aparecen con la facilidad los reproches a la pareja por las frustraciones propias y la visión del amor como mero sentimiento acomodaticio. En el estado se recrudece la corrupción a todos los niveles y la idea de obtener de él lo más que se pueda entregando lo menos posible a la sociedad. Estas instituciones necesitan personas con ideales altruistas para subsistir, y nuestra mentalidad va cada vez más en la dirección contraria. Particularmente los más débiles, cuya vida, como en los años 30 del siglo pasado, llega a veces a tacharse de “indigna de ser vivida” son las víctimas más directas de esta manera de concebir la existencia.

 

  1. Eugenesia. Esta vez el concepto de “vidas indignas de ser vividas”, propio del darwinismo social, se manifiesta en su máxima crudeza. Esa supuesta indignidad, que se deriva tan solo del subjetivismo y un falso sentido humanitario de aquellos que deciden sobre el destino de los demás, da lugar a perpetraciones propias de los regímenes totalitarios más descarados, como la eutanasia o el aborto.

 

  1. Determinismo biológico. El genetismo, de una manera silenciosa, se ha vuelto a poner de moda. Empezamos a considerar todas la características del ser humano como “dadas” o “escritas en piedra”, justificando así los resultados de lo que a veces es tan solo nuestra propia voluntad o conveniencia. Así, por ejemplo, en el caso de la homosexualidad, se otorga rango de naturaleza a lo que es tan solo un comportamiento. Si la homosexualidad fuera una condición genética, tendría las mismas probabilidades de transmitirse de padres a hijos que la vocación sacerdotal católica.




 

  1. Idolatría. En esta sociedad aparentemente escéptica y racional, no deja de admirarnos la capacidad de las personas para volcar todo su ser en pequeños y pasajeros ídolos mundanos. Se aplica así la famosa frase de G.K. Chesterton: “cuando los hombres apartan a Dios de sus vidas, llenan el hueco con cualquier cosa”. Un caso común es el del nacionalismo, que, partiendo de la idea benéfica de patria, la eleva hasta un término ridículo, concibiendo un semidios, la nación, que vive en la historia y a cuyo servicio, y aquí es donde se cruza la línea roja, somos capaces de emplear cualquier medio que se salte las leyes naturales más básicas y olvidar, o peor aún, limitar geográficamente, el mandato de amar al prójimo como a ti mismo.

 

  1. Esoterismo mundano. En línea con el axioma de Chesterton, que el hombre moderno se olvide de Dios no implica que no crea en fuerzas espirituales de lo más peculiares. Al igual que Himmler mandó agentes por todo el mundo en busca de objetos míticos que pudieran dar poderes sobrenaturales al Reich, en nuestro tiempo no se deja de pensar en lo sobrenatural como un aliado temporal para conseguir nuestros objetivos terrenales. Se da forma así a lo que C.S. Lewis definió como el “brujo materialista”, un hombre que no cree en Dios pero sí en los demonios, en tanto que le sean útiles para disfrutar de poder y riqueza en esta vida pasajera.

 

  1. Obsesión por el futuro. Las ideologías materialistas, como el nazismo, buscan un mundo “perfecto” hecho a su imagen y semejanza. Ese mundo nunca es el mundo presente, siempre es el futuro. Y ese futuro esplendoroso es precisamente el fin que justifica los terribles medios empleados en el presente. Actualmente todas las “ideologías” y todos los programas políticos nos hablan igualmente del futuro. Vivimos con una idea del futuro como un paraíso idealizado en el que al fin se conseguirá todo aquello que nos parece bueno o justo. En eso, no somos diferentes a los nazis. Eso es tan sólo una forma de esquivar nuestras obligaciones morales en el presente. La vida espiritual, que mira hacia un momento fuera del tiempo, pues éste, al igual que el espacio, es una realidad material, se vive en lo que llamamos el presente, y es ahí (aquí) donde (cuando) debemos dar lo mejor de nosotros mismos en beneficio del bien común y de nuestros semejantes.

domingo, 5 de mayo de 2013

LAS TRES FUNCIONES DEL DINERO


(1) Instrumento de codicia,
     cuya atracción al hombre desquicia,
     disputará con otros su posesión,
     aunque del alma suponga la perdición.

(2) Unidad de medida del egoísmo,
      hace que el hombre se crea hecho a sí mismo,
      por haberlo acumulado con suerte o con trabajo,
      y se olvide hasta de Aquel que a este mundo le trajo.

(3) Depósito de falsas esperanzas,
      para quien a ver no alcanza
      que más allá de esta vida nada poseemos,
      ni nada nos llevamos cuando perecemos. 

martes, 2 de octubre de 2012

Distributismo y carlismo (I)


Se suele considerar, atiendo a la obra de H. Belloc, que el distributismo pretende básicamente la restitución de un orden económico socialmente justo que fue gravemente violentado por los procesos de concentración de la propiedad en unas pocas manos que acompañaron a la reforma protestante y a la revolución industrial.

Para caracterizar esos procesos en España habría que recurrir al fatídico y decisivo siglo XIX, cuando el securalismo, que aunque sin el paso previo de la herejía como la Europa del norte se introdujo con fuerza, y la revolución industrial, tardíamente, cambiaron completamente, y no siempre a mejor, la fisonomía del país y la vida de sus gentes.

En la pionera Inglaterra la concentración de la propiedad rural se había articulado en torno al proceso de cercamiento (enclosure, en inglés), por el que se repartieron los terrenos comunales entre un grupo influyente de grandes propietarios. Este proceso concluyó con el establecimiento de vastos dominios en manos de rentistas que alquilaban pequeñas partes de los mismos a multitud de campesinos empobrecidos y sin propiedades.

Todo esto se hizo, durante los siglos XVIII y XIX (los bienes de la Iglesia ya habían sido incautados y repartidos dos siglos atrás), con la clásica justificación del aumento de la eficiencia, para atender la demanda de bienes agrícolas a la que el sistema tradicional no podía hacer frente, si bien produjo un aumento de la emigración del campo a la ciudad, por la dificultad de ganarse la vida por medios propios en el primero.

Al igual que ha ocurrido recientemente con la burbuja inmobiliaria, o como sucedió en los años 80 con la privatización de empresas públicas, los poderosos trajeron a nuestro país estas ideas importadas del mundo anglosajón como una manera de incrementar espectacularmne y en poco tiempo su fortuna y poder a costa de la inmensa mayoría del pueblo español.

Hablamos en concreto de la desamortización. Si bien el proceso desamortizador se dio, con diferente intensidad, durante todo el siglo XIX, nos referiremos en particular a la desamortización iniciada 1855, siendo Madoz ministro de hacienda, que aunque menos conocida que la de Mendizábal resultó más intensa y generalizada.

Cuando hablamos de desamortización se suele pensar en la incautación de los bienes de la Iglesia Católica, particularmente tierras consideradas insufientemente aprovechadas o de “manos muertas”. Pero suele olvidarse que este proceso afectó, al igual que los cercamientos ingleses, a gran cantidad de tierras y bienes demaniales o comunes de los pueblos, cuyos aprovechamientos, fundamentalmente leña y pastos, se encontraban a disposición de los vecinos sin tener un propietario concreto. 

La diferencia con otros países es que en España la Iglesia aún no había sido expoliada como lo fue en Inglaterra y otras naciones a consecuencia, y también como causa u objetivo principal, del proceso mal denominado reforma protestante.

Por tanto lo que en Inglaterra se desarrolló en dos pasos, reforma y cercamiento, en España se hizo más tarde y en tan sólo uno: desarmortización.   

La venta de estas tierras comunales, junto con las de la Iglesia, se realizó, al igual que en Inglaterra, en un ambiente de gran corrupción y acabó concentrando la propiedad en grandes latifundios, sobre todo en el centro y sur de España, en manos de personas que generalmente residían en ciudades y no tenían ninguna relación con el campo y privando a muchos de su aprovechamiento en beneficio de muy pocos. También acabó con gran parte del poder económico de la Iglesia, que con su actividad caritativa beneficiaba a los sectores más pobres de la sociedad.

A la Iglesia Católica no sólo le fueron expropiadas tierras, sino también monasterios, que dinamizaban económicamente las zonas rurales de su entorno, e incluso universidades, lo que suposo la desaparición o degradación de importantes centros de cultura y formación, agravando las consecuencias económicas y sociales del proceso.

La crítica al nuevo orden liberal que configuraron, junto con otros, estos procesos de concentración de la propiedad, es común tanto al distributismo, como movimiento de carácter económico y restitutivo que busca la justicia social a partir de la doctrina eclesiástica, como al carlismo, como movimiento político confesional que, aparte de la cuestión dinástica, enarboló la bandera de un tradicionalismo contrarrevolucionario y antiliberal.

Es preciso destacar, aparte de la diferencia en el enfoque, uno económico y el otro más amplio pero quizá fundamentalmente político, la diferencia temporal, pues si el carlismo surge al mismo tiempo que estos cambios y como respuesta inmediata y defensiva frente a los mismos, el distributismo se desarrollará en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, a partir del análisis crítico de los mismos y a la luz de la encíclica Rerum Novarum, que denuncia los efectos sociales de la industrialización.

Queda claro pues, a nuestro juicio, que, con las salvedades antes expuestas, existe una convergencia de ideas y de interpretación de los cambios históricos en esta materia entre el carlismo y el distributismo, como reacciones material y filosófica, política y económica, en el momento y a posteriori, respectivamente, a un mismo fenómeno. Ahora bien, ¿existe dicha convergencia en otros aspectos?. 

jueves, 20 de septiembre de 2012

¿Es Mondragón un ejemplo de distributismo?


Como se indicaba en el artículo anterior, la experiencia de cooperativismo social de la localidad guipuzcoana de Mondragón se ha convertido en fuente de inspiración para todo tipo de autores y pensadores que buscan una tercera vía económica. También se ha convertido en modelo de referencia para el movimiento distributista norteamericano, que lo ha referido constantemente como ejemplo a imitar en sus publicaciones, e incluso en sus manifiestos. El profesor australiano Dr. Race Mathews, experto en economía cooperativa y autor de varios libros sobre la materia, es un ferviente defensor del experimento mondragonés, como manifiesta en sus habituales colaboraciones en la revista Distributist Review.

La Corporación Mondragón agrupa a distintas cooperativas y empresas de múltiples sectores que operan en los cinco continentes. Sus áreas de actividad van desde la industria (con marcas como Fagor, Orbea y Domusa) hasta la distribución (Eroski) o el sector bancario (Caja Laboral). Cuenta incluso con sus propios centros de formación e investigación y con una universidad privada. Actualmente cuenta con casi 85.000 empleados y una facturación anual de alrededor de 15.000 millones de euros. Se trata por tanto de un gigante de la industria y la distribución a nivel español y europeo. Los primeros pasos de lo que ahora es la Corporación Mondragón fueron dados en la postguerra por iniciativa del sacerdote D. José María Arizmendiarrieta, que fundó una serie de cooperativas industriales, de consumo y de crédito, embriones de las futuras áreas de producción, distribución y banca.

Planteados los hechos, la pregunta fundamental es la siguiente: ¿debemos compartir el entusiasmo del nuevo distributismo norteamericano respecto a la Corporación Mondragón?. En verdad, resultaría halagador pensar que nuestro país es un ejemplo a seguir en el camino hacia una sociedad más justa y mejor. Ciertamente, creemos que la sociedad española y las de origen hispánico son más distributistas, dentro de lo que cabe, que las anglosajonas. Pero esto no se debe a la existencia de grandes cooperativas industriales, sino a la pervivencia, pese a las dificultades, de una base cultural católica con unos valores que dan menos importancia a la eficiencia y más a la solidaridad, y la existencia de una estructura de pequeña empresa de carácter familiar. Es decir, se trata de sociedades más distributistas por el simple hecho de que son menos modernas y más tradicionales. El distributismo, al fin y al cabo, no pretende sino la restitución de un orden económico en el que primaban valores cristianos.

Lo que crea tanta expectación respecto a Mondragón, y su mayor diferencia percibible respecto de otras grandes corporaciones, es su carácter cooperativo. En este punto sería preciso plantearse si una organización cooperativa lleva aparejados siempre unos valores distributistas. Para los distributistas clásicos, como bien es sabido, la unidad económica básica, tanto para el consumo como para la producción y distribución, es la familia. En un mundo industrializado y moderno, las familias no pueden llegar por sí sólas a la producción de ciertos bienes o la prestación de ciertos servicios. Es preciso agruparse y aunar esfuerzos, y ahí surgen dos figuras fundamentales: las cooperativas y el Estado. Ahora bien, es preciso recalcar, y esto ha sido enfatizado por las encíclicas papales, que ambos tienen carácter subsidiario, es decir, que existen sólo para auxiliar a las personas y familias allí donde éstas no pueden llegar sólas. Este carácter subsidiario define su función, pero marca también una limitación. No debe ser sobrepasado, ni aún en nombre del bien común, pues implicaría abarcar competencias y funciones que corresponden a los individuos o a las familias, limitando la libertad y capacidad de decisión de éstos y creando una empresa o una sociedad en la que unas personas se ven limitadas por las decisiones que toman otras, incluso en ámbitos que ellos mismos podrían gestionar eficientemente.

Una de las críticas más certeras que se ha hecho del capitalismo, y que se ha apuntado como la razón principal de los problemas prácticos que éste genera, como la crisis que actualmente padecemos, es la de los efectos perniciosos de la separación entre propiedad y poder de decisión. Una persona que compra en bolsa acciones de la gran empresa para la que trabaja, en teoría pasa a ser propietaria de una infinitesimal parte de esa corporación, pero en la práctica las decisiones de esa corporación le son tan ajenas como los anillos de Saturno, y tan sólo podrá esperar obtener algún pequeño beneficio en su cuenta de valores a partir de la agresiva política de recorte de gastos y maximización de ingresos de un Consejo de Administración formado por gestores profesionales. A partir de cierta cantidad de acciones podrá incluso asistir a las reuniones de la Junta de Accionistas, pero su influencia en la misma es tan escasa como la importancia que tiene este órgano a efectos de la gestión ordinaria, que corresponde al Consejo. 

Por el contrario, una cooperativa que agrupe a unas pocas familias y personas, de manera que éstas posean un control efectivo de la misma y su voz y voto tenga influencia real sobre las decisiones, sí puede ser un ejemplo de toma de decisiones cercana a la propiedad. Pero una gran cooperativa, donde los miles de asociados puedan votar libre y democráticamente para tomar ciertas decisiones, no deja de ser, a efectos prácticos, más que una gran Junta donde todos los accionistas poseen un número de participaciones similar. El poder de un solo cooperativista, al igual que el de un pequeño accionista en una sociedad anónima, es prácticamente nulo y las decisiones cotidianas las acaban tomando un grupo de gestores profesionales tan ajenos a la propiedad como en una sociedad mercantil, o quizá incluso más.

Las desventajas de esa gestión profesionalizada y ajena a la propiedad son evidentes. Para empezar, fácilmente el pequeño propietario se desengaña y cae en la cuenta de su insignificancia dentro de la enormidad de la organización. En Rerum Novarum se nos enseña: “los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo”. Los gestores, por su parte, responderán a los intereses comunes solo en la medida en que sean capaces de priorizarlos sobre los propios, es decir, salvo honrosas excepciones, sólo cuando ambos casualmente coincidan. Este problema, derivado de la propia naturaleza de la condición humana, fue expuesto con su habitual maestría por Francisco de Vitoria: “Si los bienes se poseyeran en común, serían los hombres malvados, e incluso los avaros y ladrones, quienes más se beneficiarían. Sacarían más y pondrían menos en el granero de la comunidad”. Esta tendencia humana al egoísmo y la corrupción es la razón última por la que el comunismo ha fracasado en la práctica.

En nuestra opinión, el que una gran corporación se organice como sociedad mercantil o como cooperativa no tiene, desde el punto de vista de su actuación, tanta relevancia a la hora de considerarla acorde con la Doctrina Social de la Iglesia. Así, en Caritas in Veritate (46) se nos enseña “Que estas empresas (…) adopten una u otra configuración jurídica prevista por la ley, es secundario respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar los objetivos de humanización del mercado y la sociedad.”

E.F. Schumacher también nos advertía de los peligros de las grandes corporaciones y propugnaba la necesidad de “organizaciones de tamaño humano”, pues como el propio título de su obra más famosa indica “lo pequeño es hermoso”.

Joseph Pearce en su reciente y continuadora de la obra de Schumacher “Small is still beautiful” (lo pequeño sigue siendo hermoso), pone un ejemplo claro de lo que podría ser un sector industrial organizado de acuerdo con principios distributistas. En el libro de Pearce se expone el caso de las fábricas de cerveza del Reino Unido. A principios de los años 70, un proceso de fusiones redujo el número de empresas del sector a tan sólo 7 grandes, cuya competencia vía precios les había llevado a una fabricación masiva, estandarizada y de peor calidad. La clásica cerveza ale prácticamente había desaparecido del mercado. Un movimiento asociativo de consumidores reclamando la cerveza tradicional británica supuso, no sólo la aparición de multitud de pequeños fabricantes dispuesto a hacer ale al estilo clásico, sino que los grandes productores readaptaran también sus procedimientos para dar mayor diversidad y calidad a sus clientes. La aparición de gran número de pequeñas marcas aportó al consumidor mayores posibilidades de elección y revivió un sector que prácticamente había sucumbido al imperio de las economías de escala y la estandarización.

Una organización industrial basada en pequeños fabricantes que aman su oficio y su producto y lo ofrecen a sus clientes para que éstos lo disfruten antes que para maximizar sus beneficios es, a nuestro juicio, totalmente acorde con la idea distributista de una economía sana y con valores cristianos.

Ahora bien, si a este ejemplo le hubiésemos aplicado la solución mondragonesa y hubiésemos agrupado a los pequeños productores de cerveza en una gran cooperativa que, por organización y tecnología, pudiese competir con las 7 grandes firmas existentes, tendríamos lo siguiente: una octava firma dedicada a fabricar masivamente la misma cerveza estandarizada y a coste mínimo que el mercado se supone que, por la teoría de la preferencia revelada, demanda. Organizarse de manera cooperativa, pudiendo ser un mecanismo útil en ciertas circunstancias, no es necesariamente, a nuestro juicio, un instrumento de humanización de la economía, como sí lo es una organización industrial diversificada y diseminada a base de multitud de pequeñas marcas, con independencia de la forma societaria de las empresas que haya detrás.

La Corporación Mondragón, sin poner en duda sus cualidades y virtudes en otros aspectos, no es a nuestro juicio el ejemplo en el que un movimiento que apuesta por una economía al servicio del ser humano, como el distributismo, debe fijarse. En todo caso, podría tratarse de un ejemplo de “buenas prácticas” para un socialista fabiano, ideología a la que el Dr. Race Mathews ha sido cercano. Pero nosotros aquí seguimos a G.K. Chesterton, y no, aún reconociendo su gran altura intelectual, a G.B. Shaw.

Nosotros pensamos que es preciso diseminar tanto la propiedad como la gestión, y no concentrarlas. Esta es la enseñanza de los distributistas clásicos, y nosotros, como personas que pretenden, modestamente, estudiar sus ideas y tratar de analizar su aplicabilidad al mundo moderno, debemos saber distinguirlas y no caer, a veces por simplicidad y otras por tratar de buscar afinidades ideológicas, en errores como el que, a nuestro juicio, cometen algunos seguidores modernos del distributismo con la Corporación Mondragón.