lunes, 6 de junio de 2011

Economía: la pregunta fundamental

Tradicionalmente nos ha sido enseñado que la economía da respuesta a tres preguntas fundamentales: ¿Qué?, ¿cómo? y ¿para quién? producir. Las respuestas a estas tres preguntas, es decir, la producción, la división del trabajo y la distribución, definirían las características fundamentales de todo sistema económico. Así, habría sistemas más o menos eficientes según cómo se contestase a estas preguntas.

Sin embargo este enfoque racionalista se queda corto pues se olvida de la pregunta fundamental: ¿para qué producir?. La respuesta más evidente nos diría que para cubrir las necesidades humanas, pero inmediatamente surgiría la siguiente pregunta: ¿cuáles y cuán importantes son esas necesidades que condicionan cuanto hacemos o dejamos de hacer en esta vida?. En una economía básica y de mera supervivencia la naturaleza de estas necesidades sería fácil de identificar. Las reglas de la economía reinan donde gobierna la escasez. Pero nuestras sociedades presentes son complejas y nuestras actividades no se limitan, por lo general, a la cobertura de necesidades meramente físicas.

Nos hallamos pues ante un caso ciertamente paradójico, un pensamiento económico que idolatra la eficiencia sin haber definido previamente los objetivos. Es el tipo de paradoja que Chesterton puso de manifiesto en su gran obra “Herejes”:

“Ninguno de los grandes hombres de las grandes edades habría entendido lo que ahora se entiende por «trabajar para la eficiencia». Hildebrand hubiera dicho que él trabajaba, no para la eficiencia, sino para la iglesia Católica. Danton hubiera dicho que él trabajaba, no para la eficiencia, sino para la libertad, la igualdad y la fraternidad. Aun cuando el ideal de tales hombres hubiese sido sencillamente el ideal de echar a una persona a puntapiés escaleras abajo, pensaban en el fin como hombres, no en el procedimiento como paralíticos. No dijeron: «Elevando eficientemente mi pierna derecha, usando, como observáis, los músculos del muslo y de la pantorrilla, que erige, en excelente funcionamiento...» Sus sentimientos eran bien diferentes. Se hallaban tan poseídos de la hermosa visión del hombre tendido cuan largo era al pie de la escalera, que, en ese éxtasis, lo que había que hacer ocurrió como un relámpago.”

(G.K. Chesterton, Herejes, capítulo I)

El hombre moderno ha expulsado a Dios, y por tanto a la moral, de la economía, pensando que de esa forma se ganaba en eficiencia. Pero al prescindir de lo trascendental se ha quedado inmediatamente sin objetivos. Si las vidas de los hombres, en un mundo creado por nadie y para nada, fuesen absurdas y sin sentido, la actividad económica de éstos habría de ser, por ende, igualmente absurda y sin sentido. ¿Qué obtenemos siendo eficientes en un mundo así?. ¿Para qué habríamos de ser eficientes?. Como vemos no se trata tan sólo de restaurar un comportamiento moral o ético que ha sido expulsado previamente de la economía, llevando a prácticas comerciales y bancarias que han dado los nefastos resultados que ahora padecemos. La moralidad por sí sóla, entendida como un mero comportamiento mecánicamente benevolente, tampoco nos ayuda a encontrar dichos objetivos, como nos enseña la encíclica Caritas in veritate:

“La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario.”

(Benedicto XVI, Caritas in veritate, 3)

Sin embargo esa moralidad o benevolencia, ese amor que nos es natural como seres humanos, sí que nos ayuda a buscar lo trascendente. Todos los hombres, aunque hayan vivido una larga vida en comunidades aisladas, tienen una noción del bien y del mal, de lo que podríamos llamar “leyes naturales”, que no son otra cosa que las leyes de Dios. La economía, como materia de estudio de las actividades del ser humano, actividades que ocupan la mayor parte del limitado tiempo del que éste dispone, tampoco puede ser ajena a la verdad, al hecho irremediable de nuestra mortalidad y nuestra necesidad de trascendencia más allá de lo físico y lo científico. Nuestras actividades diarias han de estar guiadas por nuestros objetivos trascendentales, pues sin ellos éstas carecen de todo sentido. Paradójicamente el camino para mejorar este mundo parte siempre de concebirlo como un mero tránsito, tal y como nos sugiere, de manera intuitiva y natural, su temporalidad. Sólo en este marco se puede trabajar y vivir con esperanza. Si no, ¿para qué producir?.