martes, 2 de octubre de 2012

Distributismo y carlismo (I)


Se suele considerar, atiendo a la obra de H. Belloc, que el distributismo pretende básicamente la restitución de un orden económico socialmente justo que fue gravemente violentado por los procesos de concentración de la propiedad en unas pocas manos que acompañaron a la reforma protestante y a la revolución industrial.

Para caracterizar esos procesos en España habría que recurrir al fatídico y decisivo siglo XIX, cuando el securalismo, que aunque sin el paso previo de la herejía como la Europa del norte se introdujo con fuerza, y la revolución industrial, tardíamente, cambiaron completamente, y no siempre a mejor, la fisonomía del país y la vida de sus gentes.

En la pionera Inglaterra la concentración de la propiedad rural se había articulado en torno al proceso de cercamiento (enclosure, en inglés), por el que se repartieron los terrenos comunales entre un grupo influyente de grandes propietarios. Este proceso concluyó con el establecimiento de vastos dominios en manos de rentistas que alquilaban pequeñas partes de los mismos a multitud de campesinos empobrecidos y sin propiedades.

Todo esto se hizo, durante los siglos XVIII y XIX (los bienes de la Iglesia ya habían sido incautados y repartidos dos siglos atrás), con la clásica justificación del aumento de la eficiencia, para atender la demanda de bienes agrícolas a la que el sistema tradicional no podía hacer frente, si bien produjo un aumento de la emigración del campo a la ciudad, por la dificultad de ganarse la vida por medios propios en el primero.

Al igual que ha ocurrido recientemente con la burbuja inmobiliaria, o como sucedió en los años 80 con la privatización de empresas públicas, los poderosos trajeron a nuestro país estas ideas importadas del mundo anglosajón como una manera de incrementar espectacularmne y en poco tiempo su fortuna y poder a costa de la inmensa mayoría del pueblo español.

Hablamos en concreto de la desamortización. Si bien el proceso desamortizador se dio, con diferente intensidad, durante todo el siglo XIX, nos referiremos en particular a la desamortización iniciada 1855, siendo Madoz ministro de hacienda, que aunque menos conocida que la de Mendizábal resultó más intensa y generalizada.

Cuando hablamos de desamortización se suele pensar en la incautación de los bienes de la Iglesia Católica, particularmente tierras consideradas insufientemente aprovechadas o de “manos muertas”. Pero suele olvidarse que este proceso afectó, al igual que los cercamientos ingleses, a gran cantidad de tierras y bienes demaniales o comunes de los pueblos, cuyos aprovechamientos, fundamentalmente leña y pastos, se encontraban a disposición de los vecinos sin tener un propietario concreto. 

La diferencia con otros países es que en España la Iglesia aún no había sido expoliada como lo fue en Inglaterra y otras naciones a consecuencia, y también como causa u objetivo principal, del proceso mal denominado reforma protestante.

Por tanto lo que en Inglaterra se desarrolló en dos pasos, reforma y cercamiento, en España se hizo más tarde y en tan sólo uno: desarmortización.   

La venta de estas tierras comunales, junto con las de la Iglesia, se realizó, al igual que en Inglaterra, en un ambiente de gran corrupción y acabó concentrando la propiedad en grandes latifundios, sobre todo en el centro y sur de España, en manos de personas que generalmente residían en ciudades y no tenían ninguna relación con el campo y privando a muchos de su aprovechamiento en beneficio de muy pocos. También acabó con gran parte del poder económico de la Iglesia, que con su actividad caritativa beneficiaba a los sectores más pobres de la sociedad.

A la Iglesia Católica no sólo le fueron expropiadas tierras, sino también monasterios, que dinamizaban económicamente las zonas rurales de su entorno, e incluso universidades, lo que suposo la desaparición o degradación de importantes centros de cultura y formación, agravando las consecuencias económicas y sociales del proceso.

La crítica al nuevo orden liberal que configuraron, junto con otros, estos procesos de concentración de la propiedad, es común tanto al distributismo, como movimiento de carácter económico y restitutivo que busca la justicia social a partir de la doctrina eclesiástica, como al carlismo, como movimiento político confesional que, aparte de la cuestión dinástica, enarboló la bandera de un tradicionalismo contrarrevolucionario y antiliberal.

Es preciso destacar, aparte de la diferencia en el enfoque, uno económico y el otro más amplio pero quizá fundamentalmente político, la diferencia temporal, pues si el carlismo surge al mismo tiempo que estos cambios y como respuesta inmediata y defensiva frente a los mismos, el distributismo se desarrollará en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, a partir del análisis crítico de los mismos y a la luz de la encíclica Rerum Novarum, que denuncia los efectos sociales de la industrialización.

Queda claro pues, a nuestro juicio, que, con las salvedades antes expuestas, existe una convergencia de ideas y de interpretación de los cambios históricos en esta materia entre el carlismo y el distributismo, como reacciones material y filosófica, política y económica, en el momento y a posteriori, respectivamente, a un mismo fenómeno. Ahora bien, ¿existe dicha convergencia en otros aspectos?. 

jueves, 20 de septiembre de 2012

¿Es Mondragón un ejemplo de distributismo?


Como se indicaba en el artículo anterior, la experiencia de cooperativismo social de la localidad guipuzcoana de Mondragón se ha convertido en fuente de inspiración para todo tipo de autores y pensadores que buscan una tercera vía económica. También se ha convertido en modelo de referencia para el movimiento distributista norteamericano, que lo ha referido constantemente como ejemplo a imitar en sus publicaciones, e incluso en sus manifiestos. El profesor australiano Dr. Race Mathews, experto en economía cooperativa y autor de varios libros sobre la materia, es un ferviente defensor del experimento mondragonés, como manifiesta en sus habituales colaboraciones en la revista Distributist Review.

La Corporación Mondragón agrupa a distintas cooperativas y empresas de múltiples sectores que operan en los cinco continentes. Sus áreas de actividad van desde la industria (con marcas como Fagor, Orbea y Domusa) hasta la distribución (Eroski) o el sector bancario (Caja Laboral). Cuenta incluso con sus propios centros de formación e investigación y con una universidad privada. Actualmente cuenta con casi 85.000 empleados y una facturación anual de alrededor de 15.000 millones de euros. Se trata por tanto de un gigante de la industria y la distribución a nivel español y europeo. Los primeros pasos de lo que ahora es la Corporación Mondragón fueron dados en la postguerra por iniciativa del sacerdote D. José María Arizmendiarrieta, que fundó una serie de cooperativas industriales, de consumo y de crédito, embriones de las futuras áreas de producción, distribución y banca.

Planteados los hechos, la pregunta fundamental es la siguiente: ¿debemos compartir el entusiasmo del nuevo distributismo norteamericano respecto a la Corporación Mondragón?. En verdad, resultaría halagador pensar que nuestro país es un ejemplo a seguir en el camino hacia una sociedad más justa y mejor. Ciertamente, creemos que la sociedad española y las de origen hispánico son más distributistas, dentro de lo que cabe, que las anglosajonas. Pero esto no se debe a la existencia de grandes cooperativas industriales, sino a la pervivencia, pese a las dificultades, de una base cultural católica con unos valores que dan menos importancia a la eficiencia y más a la solidaridad, y la existencia de una estructura de pequeña empresa de carácter familiar. Es decir, se trata de sociedades más distributistas por el simple hecho de que son menos modernas y más tradicionales. El distributismo, al fin y al cabo, no pretende sino la restitución de un orden económico en el que primaban valores cristianos.

Lo que crea tanta expectación respecto a Mondragón, y su mayor diferencia percibible respecto de otras grandes corporaciones, es su carácter cooperativo. En este punto sería preciso plantearse si una organización cooperativa lleva aparejados siempre unos valores distributistas. Para los distributistas clásicos, como bien es sabido, la unidad económica básica, tanto para el consumo como para la producción y distribución, es la familia. En un mundo industrializado y moderno, las familias no pueden llegar por sí sólas a la producción de ciertos bienes o la prestación de ciertos servicios. Es preciso agruparse y aunar esfuerzos, y ahí surgen dos figuras fundamentales: las cooperativas y el Estado. Ahora bien, es preciso recalcar, y esto ha sido enfatizado por las encíclicas papales, que ambos tienen carácter subsidiario, es decir, que existen sólo para auxiliar a las personas y familias allí donde éstas no pueden llegar sólas. Este carácter subsidiario define su función, pero marca también una limitación. No debe ser sobrepasado, ni aún en nombre del bien común, pues implicaría abarcar competencias y funciones que corresponden a los individuos o a las familias, limitando la libertad y capacidad de decisión de éstos y creando una empresa o una sociedad en la que unas personas se ven limitadas por las decisiones que toman otras, incluso en ámbitos que ellos mismos podrían gestionar eficientemente.

Una de las críticas más certeras que se ha hecho del capitalismo, y que se ha apuntado como la razón principal de los problemas prácticos que éste genera, como la crisis que actualmente padecemos, es la de los efectos perniciosos de la separación entre propiedad y poder de decisión. Una persona que compra en bolsa acciones de la gran empresa para la que trabaja, en teoría pasa a ser propietaria de una infinitesimal parte de esa corporación, pero en la práctica las decisiones de esa corporación le son tan ajenas como los anillos de Saturno, y tan sólo podrá esperar obtener algún pequeño beneficio en su cuenta de valores a partir de la agresiva política de recorte de gastos y maximización de ingresos de un Consejo de Administración formado por gestores profesionales. A partir de cierta cantidad de acciones podrá incluso asistir a las reuniones de la Junta de Accionistas, pero su influencia en la misma es tan escasa como la importancia que tiene este órgano a efectos de la gestión ordinaria, que corresponde al Consejo. 

Por el contrario, una cooperativa que agrupe a unas pocas familias y personas, de manera que éstas posean un control efectivo de la misma y su voz y voto tenga influencia real sobre las decisiones, sí puede ser un ejemplo de toma de decisiones cercana a la propiedad. Pero una gran cooperativa, donde los miles de asociados puedan votar libre y democráticamente para tomar ciertas decisiones, no deja de ser, a efectos prácticos, más que una gran Junta donde todos los accionistas poseen un número de participaciones similar. El poder de un solo cooperativista, al igual que el de un pequeño accionista en una sociedad anónima, es prácticamente nulo y las decisiones cotidianas las acaban tomando un grupo de gestores profesionales tan ajenos a la propiedad como en una sociedad mercantil, o quizá incluso más.

Las desventajas de esa gestión profesionalizada y ajena a la propiedad son evidentes. Para empezar, fácilmente el pequeño propietario se desengaña y cae en la cuenta de su insignificancia dentro de la enormidad de la organización. En Rerum Novarum se nos enseña: “los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo”. Los gestores, por su parte, responderán a los intereses comunes solo en la medida en que sean capaces de priorizarlos sobre los propios, es decir, salvo honrosas excepciones, sólo cuando ambos casualmente coincidan. Este problema, derivado de la propia naturaleza de la condición humana, fue expuesto con su habitual maestría por Francisco de Vitoria: “Si los bienes se poseyeran en común, serían los hombres malvados, e incluso los avaros y ladrones, quienes más se beneficiarían. Sacarían más y pondrían menos en el granero de la comunidad”. Esta tendencia humana al egoísmo y la corrupción es la razón última por la que el comunismo ha fracasado en la práctica.

En nuestra opinión, el que una gran corporación se organice como sociedad mercantil o como cooperativa no tiene, desde el punto de vista de su actuación, tanta relevancia a la hora de considerarla acorde con la Doctrina Social de la Iglesia. Así, en Caritas in Veritate (46) se nos enseña “Que estas empresas (…) adopten una u otra configuración jurídica prevista por la ley, es secundario respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar los objetivos de humanización del mercado y la sociedad.”

E.F. Schumacher también nos advertía de los peligros de las grandes corporaciones y propugnaba la necesidad de “organizaciones de tamaño humano”, pues como el propio título de su obra más famosa indica “lo pequeño es hermoso”.

Joseph Pearce en su reciente y continuadora de la obra de Schumacher “Small is still beautiful” (lo pequeño sigue siendo hermoso), pone un ejemplo claro de lo que podría ser un sector industrial organizado de acuerdo con principios distributistas. En el libro de Pearce se expone el caso de las fábricas de cerveza del Reino Unido. A principios de los años 70, un proceso de fusiones redujo el número de empresas del sector a tan sólo 7 grandes, cuya competencia vía precios les había llevado a una fabricación masiva, estandarizada y de peor calidad. La clásica cerveza ale prácticamente había desaparecido del mercado. Un movimiento asociativo de consumidores reclamando la cerveza tradicional británica supuso, no sólo la aparición de multitud de pequeños fabricantes dispuesto a hacer ale al estilo clásico, sino que los grandes productores readaptaran también sus procedimientos para dar mayor diversidad y calidad a sus clientes. La aparición de gran número de pequeñas marcas aportó al consumidor mayores posibilidades de elección y revivió un sector que prácticamente había sucumbido al imperio de las economías de escala y la estandarización.

Una organización industrial basada en pequeños fabricantes que aman su oficio y su producto y lo ofrecen a sus clientes para que éstos lo disfruten antes que para maximizar sus beneficios es, a nuestro juicio, totalmente acorde con la idea distributista de una economía sana y con valores cristianos.

Ahora bien, si a este ejemplo le hubiésemos aplicado la solución mondragonesa y hubiésemos agrupado a los pequeños productores de cerveza en una gran cooperativa que, por organización y tecnología, pudiese competir con las 7 grandes firmas existentes, tendríamos lo siguiente: una octava firma dedicada a fabricar masivamente la misma cerveza estandarizada y a coste mínimo que el mercado se supone que, por la teoría de la preferencia revelada, demanda. Organizarse de manera cooperativa, pudiendo ser un mecanismo útil en ciertas circunstancias, no es necesariamente, a nuestro juicio, un instrumento de humanización de la economía, como sí lo es una organización industrial diversificada y diseminada a base de multitud de pequeñas marcas, con independencia de la forma societaria de las empresas que haya detrás.

La Corporación Mondragón, sin poner en duda sus cualidades y virtudes en otros aspectos, no es a nuestro juicio el ejemplo en el que un movimiento que apuesta por una economía al servicio del ser humano, como el distributismo, debe fijarse. En todo caso, podría tratarse de un ejemplo de “buenas prácticas” para un socialista fabiano, ideología a la que el Dr. Race Mathews ha sido cercano. Pero nosotros aquí seguimos a G.K. Chesterton, y no, aún reconociendo su gran altura intelectual, a G.B. Shaw.

Nosotros pensamos que es preciso diseminar tanto la propiedad como la gestión, y no concentrarlas. Esta es la enseñanza de los distributistas clásicos, y nosotros, como personas que pretenden, modestamente, estudiar sus ideas y tratar de analizar su aplicabilidad al mundo moderno, debemos saber distinguirlas y no caer, a veces por simplicidad y otras por tratar de buscar afinidades ideológicas, en errores como el que, a nuestro juicio, cometen algunos seguidores modernos del distributismo con la Corporación Mondragón.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Por un distributismo español


El distributismo, entendido como la doctrina que se deriva de las ideas económicas, filosóficas y sociales desarrolladas por autores como H. Belloc o G.K. Chesterton e inspiradas en las encíclicas papales, está conociendo en nuestros días un incuestionable desarrollo. Aunque sigue teniendo una difusión limitada y casi marginal, continuamente aumentan las voces en favor de una revisión de las relaciones económicas y sociales en la dirección que el distributismo propone, en el marco de una crítica generalizada a las ideas hasta ahora predominantes.

Sin duda es en los Estados Unidos de Norteamérica, tal vez por la arraigada militancia social del catolicismo local o simplemente por tratarse de la sociedad más influyente en términos culturales, donde estas ideas han alcanzado un arraigo y desarrollo mayor. Esto es observable atendiendo al creciente número de asociaciones, editoriales, publicaciones y autores consagrados a la difusión del distributismo. Personas de gran espíritu y valía contribuyen a esta causa como autores, editores, comentaristas o líderes asociativos.

Sin embargo, cuando hablamos de distributismo, no se puede negar una realidad fundamental: el escaso desarrollo teórico y práctico de estas ideas que fueron formuladas hace prácticamente un siglo, y que, sin embargo, contrasta con la validez de las mismas para ofrecer una explicación de todo lo ocurrido desde entonces. Tras un periodo inicial de gran vitalidad y fértiles experiencias, el distributismo, tanto teórico como práctico, sufre un fuerte parón a causa de dos factores fundamentales: la focalización absoluta del debate político y económico entre capitalismo y comunismo durante todo el periodo de la guerra fría, que apenas dejaba espacio de discusión para terceras vías; y el concilio Vaticano II, cuya aplicación práctica supuso poco menos que adaptar la doctrina católica al mundo moderno, en lugar de tratar de mejorar el mundo moderno mediante la aplicación de la doctrina católica, como pretende, en el plano económico, el distributismo.

Aún en este periodo, algunas figuras aisladas, pero de gran importancia, se habían dado cuenta de las limitaciones de los planteamientos teóricos en torno a la economía. Destacaba en particular E.F. Schumacher, cuyas ideas de humanización del trabajo y de la economía y respeto por la naturaleza se inspiraron directamente en la Doctrina Social de la Iglesia, amén de otras fuentes. A pesar de ello, algunos autores no consideran a Schumacher y otras figuras de este periodo como distributistas, denominación que reservan tan sólo a los contemporaneos de Chesterton y Belloc, cuando no tan sólo a ellos dos, lo que da una idea de la percepción que tenían del distributismo como campo de estudio de los historiadores.

Las personas que hoy en día, con gran mérito y dedicación, están tratando de desarrollar y difundir las ideas distributistas, cuentan por tanto con una cierta lejanía temporal respecto de las fuentes que consideran comunes. Esto se traduce en desarrollos teóricos divergentes, cuando no en discrepancias en la interpretación de los clásicos. Los autores actuales se centran, como es lógico, en cuestiones de actualidad. Pero evidentemente, el mundo actual, pese a la capacidad explicativa de sus ideas respecto a los cambios históricos producidos, no es como el que conocieron Chesterton y Belloc. Surge entonces la necesidad de interpretar, de aplicar a las cuestiones de actualidad un razonamiento del tipo: ¿Qué pensaría Chesterton sobre esto? o ¿es esto coherente con lo que escribió Belloc?. Ni que decir tiene que se trata de un terreno perfectamente abonado para la discrepancia, especialmente cuando no se cuenta con un liderazgo intelectual reconocible.

El distributismo práctico se desarrolla, como es sabido, a nivel de pequeñas comunidades o grupos de familias que tratan, sobre el terreno, de llevar a cabo una existencia basada en principios cristianos, y por tanto solidarios, que inspiren una organización más humana de sus hogares, granjas, empresas, talleres y pequeñas fábricas. A un nivel organizativo superior, se constituyen asociaciones, grupos o ligas distributistas, generalmente a nivel nacional, integrados por personas interesadas en los aspectos teóricos del mismo.

En los Estados Unidos de Norteamérica, que como se ha indicado es el mayor centro de actividad de este nuevo distributismo, la Sociedad para el Distributismo es la agrupación predominante. Se trata, posiblemente, del grupo más activo a nivel mundial. Alrededor suyo existen autores y eruditos cuyos trabajos suelen referirse, en forma de artículos, en la revista Distributist Review. Muchos de estos autores, a la hora de justificar la posible aplicación práctica del distributismo, buscan ejemplos, generalmente fuera de su país, sobre experiencias que les resulten inspiradoras e incluso imitables. En particular, han sido recurrentes en los últimos años las referencias a la cooperativa Mondragón como ejemplo de éxito del cooperativismo social y como “leitmotiv” del tipo de organización industrial que debería tener una sociedad distributista.

En el próximo artículo nos referiremos a dicha experiencia cooperativa propia de nuestro país y trataremos de analizar, desde la cercanía a la misma, si desde nuestro punto de vista se puede considerar realmente como un ejemplo de distributismo, de acuerdo con los autores clásicos y las encíclicas papales. En este, pretendemos poner de manifiesto las dificultades doctrinales de una tarea que, tarde o temprano, desde este u otros foros más apropiados, se ha de acometer: desarrollar un movimiento distributista autóctono en nuestro país. Estas dificultades no se hayan tanto en tratar de reflejar peculiaridades nacionales como en tratar de identificar y separar en otros movimientos mucho más avanzados, como el norteamericano, aquello que es realmente distributismo de otros desarrollos posteriores que nada tienen que ver con las obras de Chesterton y Belloc y poco o muy poco con la Doctrina Social de la Iglesia.

Para esta tarea, solicito modestamente a los lectores, tan escasos como apreciados, que contribuyan en la discusión con sus puntos de vista sobre cuestiones particulares del distributismo que serán planteadas en los próximos artículos. Todo ello en la idea y esperanza de configurar, poco a poco, una comunidad de personas interesadas en la materia, que cuente además con los matices propios de la peculiar idiosincrasia y cultura de España y los países hispánicos, que tanto fascinaba a nuestro correspondidamente admirado G.K. Chesterton.