miércoles, 13 de enero de 2016

Un viejo puente romano


Recientemente, en un anuncio de la revista norteamericana "The Oxford Review", he encontrado una inquietante afirmación que ha llamado poderosamente mi atención. Decía el anuncio que, actualmente, dos de cada tres católicos no creen en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía. Desconozco si tras esa afirmación se esconde un concienzudo estudio o se trata tan solo de una estimación o una impresión personal. Espero que se trate más bien de lo segundo, pues la idea de una mayoría de católicos negando un dogma de tanta importancia, por más que pudiera estar restringida al siempre peculiar ámbito norteamericano, resulta razón más que justificada para el desasosiego.

Max Weber, en su conocida y genial obra "La ética protestante y el espíritu del capitalismo", citaba la Presencia Real, junto con el perdón sacramental de los pecados, como los dos elementos "mágicos" (como expresión de lo sobrenatural en la tierra, entiéndase con ánimo descriptivo y no despectivo) que la reforma protestante eliminó en su intento de "racionalizar" la religión. Para Weber esta "racionalización" de la religión formaba parte de un proceso más general que afectaba a todos los aspectos de la cultura y la sociedad occidental y que fue causa principal de su posterior primacía técnica y organizativa sobre el resto de civilizaciones. Sin embargo, este proceso daba lugar a un mundo nuevo y extraño, dominado por las necesidades de la producción y la burocracia, un proceso con consecuencias negativas sobre la libertad individual y sobre la creatividad en las artes que Weber denominó "desencantamiento del mundo" (Entzauberung der Welt).

Eliminando esos dogmas que reconocen la presencia de lo sobrenatural en nuestro mundo, se consigue lo que podríamos denominar una "religión racional" o una "religión desencantada" como parte coherente y estructurada de un "mundo racional" dominado por la ciencia y la técnica. Pero, ¿qué sucede cuando, como hemos observado particularmente en el pasado siglo, los frutos de ese mundo racional y desencantando no son sino guerras, genocidios, hambre y sufrimiento por doquier? No pocas personas, ante la visión de los monstruos que el sueño de la razón ha producido, han vuelto la vista hacia aquello que permanecía inmutable a los tiempos y a las modas. Muchos volvieron, y siguen volviendo, sus ojos hacia la Iglesia Católica, como guardiana celosa de una sabiduría ancestral con mucha más capacidad para explicar la realidad que el positivismo o el psicologismo imperantes. 


El converso de nuestros días viene a ser un desencantado que deposita sus esperanzas en aquello que ha permanecido inconmovible pese al paso del tiempo, incombustible pese a la cantidad y gravedad de incendios y desastres que ha visto pasar. La Iglesia Católica es como uno de esos viejos puentes romanos (nunca mejor dicho) cuyos pilares de piedra construidos hace dos milenios resisten a las crecidas mientras otros construidos en tiempos modernos, en teoría con mejor técnica y materiales, se desmoronan tan súbita y patéticamente como fueron construidos. Cuando el converso, que ha sobrevivido milagrosamente a varios de estos desplomes, vuelve su vista y ve que el viejo puente romano sigue ahí, impertérrito e impasible, se produce en él lo que Waugh describió como el abandono de un cuarto cuyas paredes son espejos deformados que ofrecen visiones grotescas de quien se mira en ellos, subiendo por la chimenea hasta el mundo real, mágico y maravilloso que Dios ha creado. 

Vivimos unos tiempos de cambios en la Iglesia. En realidad, esto mismo podría haberse dicho en casi cualquier época de la historia de la misma. A menudo nos vemos alterados por cambios en cuestiones formales o estéticas. Por más que estas cuestiones puedan herir la sensibilidad de los agraciados con cierto gusto por el arte o el ritual, sus implicaciones entran dentro del campo de la (por otro lado necesaria) belleza y armonía. Como en "Retorno a Brideshead" la llama eterna resplandece pese a situarse sobre un deplorable candil de cobre. Mucho más peligrosa es la cuestión citada al principio acerca del cuestionamiento de la Presencia Real. Es aquí donde debe marcase una verdadera línea roja. Porque si el puente romano subsiste tras innumerables riadas, terremotos y crecidas, algo milagroso desde cualquier análisis histórico, es porque sus pilares no son de este mundo. Podemos decorar el viejo puente romano de manera lamentable. Podemos añadirle luces de colores y adornos de papel. Todo eso, sin dejar de ser una completa abominación, no hundirá el puente. Pero si, en nuestro empeño por "adaptarnos a los tiempos", prestando oídos a la vieja tentación de acomodarnos con el mundo, abandonamos el viejo puente romano con sus pilares mágicos y tratamos de construir otro con modernos y deslumbrantes materiales, tarde o temprano éste se derrumbará, como toda nuestra ciencia y como todas las construcciones de nuestra siempre subjetiva y nada realista racionalidad.