lunes, 31 de enero de 2011

Distributismo y propiedad intelectual

Reciente está la polémica en nuestro país por la tramitación de la Ley “Sinde”, que en un principio permite la Administración cerrar webs que ofrezcan descargas ilegales sin autorización judicial y que ha provocado la dimisión de Alex de la Iglesia como presidente de la Academia de Cine. Desde este blog, además de solidarizarnos con Alex de la Iglesia y aplaudir su decisión, deseamos hacer una reflexión sobre la propiedad intelectual desde un punto de vista distributista.

Para analizar cómo se puede enfocar la propiedad intelectual, restringida en este caso a los "derechos de autor", desde el distributismo, puesto que éste no es un invento nuevo sino un intento de restituir las instituciones y los principios morales que gobernaron la economía (real o idealmente) en el pasado, creemos que lo mejor es empezar por ver cómo estaban las cosas siglos atrás, cuando la sociedad aún no se había vuelto “capitalista”.

En realidad nos podemos retrotraer en dos sentidos. En primer lugar, preguntarnos qué beneficio esperaban obtener los artistas de su arte en tiempos pasados. En segundo lugar, qué espera cualquier artista en el momento de decidir dedicarse al arte. Comenzando por lo segundo, si pensamos en los artistas de cualquier época que nos son preferidos, obtendríamos en la mayoría de los casos respuestas de tipo no económico. Si bien todos ellos merecen ser retribuidos en función de la calidad de su arte, pocos o ninguno buscaban en la actividad artística una forma de ganar dinero. Muchos más buscaban el reconocimiento, que pasa primero por la extensión del conocimiento de su obra, para la cual el pago de un precio por el disfrute de la misma supone una enorme barrera. El arte es una forma de expresión estética, que no se puede comparar con la fabricación de un producto estandarizado. Cubre una necesidad humana, pero no es una necesidad de orden material. La actividad artística no es una mera “actividad económica”, como la visión mecanicista y monetarista tan de moda en nuestra sociedad nos parece dar a entender.

Podemos imaginar el ejemplo de un juglar medieval. Éstos componían sus propias obras que contaban y cantaban en público. Si eran buenas, otros juglares las imitarían, no siempre al pie de la letra, permitiendo la difusión de la obra más allá de las modestas posibilidades del autor. No nos resulta imaginable que el juglar viera con malos ojos que otros extendiesen su obra, muy al contrario le resultaría grato que fuera conocida en el mayor número de lugares posible y daría una medida de su éxito como autor. De hecho, debido a este singular procedimiento de difusión, la mayoría de obras de este género que se han conservado lo han hecho sin que conozcamos el nombre de sus verdaderos autores. La obra era para ellos un fin y no un medio.

El arte como industria es un concepto moderno, típicamente capitalista, propio de una filosofía de vida industrialista y, en la mayoría de los casos, reñida con la calidad. Hoy en día, tanto en la música y la pintura como en el cine y la literatura, es conocido que podemos encontrar más “calidad” (con todo el sujetivismo que el término implica) en los circuitos independientes que en los de masas.

La idea de que disfrutar de una obra artística o literaria sin pagar es un delito (en la legislación española viene regulado por el Código Penal) nos resulta intuitivamente antinatural, más aún cuando no se considera delito, sino falta, el robo por cantidades como las que cuesta en el mercado disfrutar de esa obra. Más que el resultado de la labor de un cuerpo legislador que busca la justicia, parece una ley hecha para defender los intereses económicos de una clase privilegiada y cercana al poder. Otra cosa es que nos lucremos con el trabajo de otros, como hacen por ejemplos quienes venden obras pirateadas, eso sí que es intuitivamente de naturaleza similar a un robo y, en los límites de éste, 400 euros, debería ser considerado un delito. No diremos nada del canon digital, en el que no se produce disfrute alguno de obra alguna, salvo en grado de intolerable presunción. Si a esto unimos la opacidad de las sociedades de gestión, el cóctel para un negocio tan hiperregulado como injusto y cerrado está servido.

Por eso desde aquí entendemos que el disfrute de las obras de arte debe ser libre, buscándose fuentes de ingresos alternativas como la publicidad (ejemplos como Spotify marcan el camino a seguir) o el contenido extra en ediciones comerciales; se debería cambiar la legislación para que la conservación en soportes de las mismas sin permiso (el clásico pirateo sin lucro) pase a ser de nuevo una falta, castigada con una multa proporcional al coste del producto comercial; y se deje la consideración de delito tan sólo para los casos en los que se produzca un lucro y éste sea cuantitativamente similar al necesario para que un robo sin violencia sea considerado delito. Esto es lo que nos sugiere no ya el distributismo sino el más elemental sentido común.

miércoles, 26 de enero de 2011

Debate: las comunidades locales


Estimados lectores, le propongo en esta ocasión un nuevo modelo de "post" que busca ante todo su participación: se trata de abrir un debate en el que el "blogero" se limita a exponer unos hechos lo más objetivamente posible y a plantear una o varias preguntas sobre el mismo con el objeto de iniciar dicho debate. De este modo, aporta su opinión como un comentarista más y evita que aparezca en un lugar preferente. Ruego a mi tan reducido como apreciado grupo de lectores tengan a bien participar....

Exposición de los hechos:

Muchos seguidores del distributismo, especialmente en los Estados Unidos, han planteado y siguen planteando la formación de pequeñas comunidades más o menos autosuficientes de carácter local como una manera de organizar la actividad económica más justa y equitativa. Estas comunidades, generalmente en torno a una parroquia rural, renunciarían al consumismo y serían capaces de producir alimentos y bienes básicos así como servicios tales como la educación. Se trataría de minimizar la dependencia del exterior que, no obstante, siempre se daría en mayor o menor grado. Hablamos aquí de comunidades de ámbito local, no sectoriales como pueden ser los gremios o las cooperativas.


Preguntas:

1- ¿Considera que el desarrollo de pequeñas comunidades de ámbito local es una manera adecuada de llevar a la práctica el ideal distributista?.

2- ¿Cree que estas comunidades pueden llegar a darse o intentarse en Europa o por el contrario son un fenómeno restringido al continente americano?.

jueves, 20 de enero de 2011

Orígenes de Rerum Novarum (y II)


El capitalismo, como se ha señalado, habría surgido de manera incipiente ya desde la época renacentista (para algunos incluso antes). En el ámbito del comercio, el tamaño de las expediciones había hecho que algunos mercaderes se unieran creando primitivas sociedades mercantiles. El crédito había conocido, por idénticos motivos, un fuerte desarrollo tanto en volumen como en la profesionalización de sus prácticas y organización. Los banqueros, ya desde finales de la Edad Media, constituían una casta poderosa de cuyo favor no pocas veces dependían reinos e imperios. Pero por otro lado la moralidad de los préstamos, especialmente aquellos que no iban destinados a la inversión productiva y que se hacían ante situaciones de dificultad para el que los tomaba, seguía siendo un asunto discutido, especialmente desde el ámbito eclesiástico.

La mal llamada Reforma Protestante, que en teoría pretendía corregir algunas de las malas prácticas temporales de la Iglesia de su tiempo pero que en la práctica fue desde muy temprano un movimiento de ruptura radical con grandes cambios doctrinales, rompió también las trabas morales que el catolicismo ofrecía para el comercio injusto y la usura. Los protestantes, con sus teorías sobre la predestinación y la imposibilidad de alcanzar la salvación del alma mediante nuestras obras en este mundo, configuraron un sistema que separaba claramente el ámbito de lo espiritual del de lo material, permitiendo por tanto una más amplia libertad de acción en este segundo campo. De ese modo, cuestiones económicas como la moralidad de los préstamos o los precios, pasaban a estar fuera del ámbito de lo religioso.

Asimismo la creación de iglesias nacionales en sustitución de la Universal implicaba también un cambio en la consideración filosófica de quienes eran los verdaderos “hijos de Dios”. Si la Iglesia Católica extendía esa consideración a todos los seres humanos, interesando por tanto, aunque no siempre con éxito, a españoles y franceses a un trato justo y un esfuerzo de evangelización de los nativos en las nuevas tierras que descubrían y colonizaban; las nuevas iglesias nacionales no realizaron un esfuerzo similar y las colonias y misiones comerciales de ingleses y holandeses resultaron totalmente excluyentes hacia los indígenas, recibiendo por lo general tanto nativos como esclavos un trato deplorable. De este modo se puede afirmar que tanto el comercio intercontinental de bienes y esclavos como la colonización y explotación de los recursos de las nuevas tierras por parte de las naciones protestantes conoció muchas menos trabas morales que la de las católicas, permitiendo por tanto un mayor desarrollo de estas actividades por particulares (sin un control gubernamental o eclesiástico que velase por el trato a indígenas y esclavos) y una más sencilla y mejor considerada formación de grandes fortunas con él.

Pero la influencia más importante de este movimiento en la distribución de la propiedad, y se podría decir que una de las causas de la propia reforma y sobre todo del apoyo de los gobernantes del norte de Europa a la misma, no es otra que la confiscación y expolio de los bienes eclesiásticos. Las rupturas con Roma que se produjeron durante el siglo XVI fueron posibles en tanto que eran apoyadas por reyes, príncipes y nobles (en el sentido puramente heráldico del término), todos ellos ya de por sí grandes propietarios, que ambicionaban poseer y explotar esos bienes. Obviamente ellos fueron los grandes beneficiarios del reparto de los bienes eclesiásticos, fundamentalmente de las tierras de labor. Esto llevó a que en muchas naciones, particularme en Inglaterra, casi toda la tierra acabase concentrada en unas pocas manos. Ni que decir tiene que las condiciones que estos nuevos propietarios para con las personas que trabajaban la tierra, libres ya de impedimentos morales, pues suya y no de la lejana Roma era ahora tanto la tierra como la Iglesia, habrían de ser mucho más duras que las originales y tradicionales. En el caso inglés, esta tendencia se vió incrementada aún más cuando en la segunda mitad del siglo XVIII, alejada definitivamente la posibilidad de una vuelta de la dinastía legítima y pro-católica tras la derrota de los jacobitas, se procedió con las llamadas “enclosure acts” (actas de cercamiento) al cierre de los terrenos comunales que quedaban, que acabaron en manos de muy pocos terratenientes.

Esta concentración de la propiedad fue la clave para que, una vez llegados los avances técnicos, existiesen fuertes capitales capaces de llevar a cabo las inversiones necesarias. Como bien es sabido, cuando una sociedad se industrializa por primera vez el capital sólo puede venir o bien del exterior o bien del sector agrícola. En la Inglaterra de finales del XVIII y principios del XIX existían grandes fortunas de terratenientes agrícolas, miembros además de la nobleza, que, junto con otras fortunas procedentes del comercio colonial, resultaron decisivas para que se pudiesen acometer las inversiones en las nuevas industrias.

Ahora bien, ¿hubiese sido posible la Revolución Industrial sin concentración previa de la propiedad en unas pocas manos?. Según Hilarie Belloc, además de deseable hubiese sido posible recurriendo a la agrupación de los pequeños artesanos, que constituían la primitiva industria previa a la máquina de vapor, en instituciones de carácter cooperativo y gremial, que no mercantil. La diferencia radica en que en las primeras la propiedad y el trabajo recae en las mismas personas, mientras que en las segundas hay una división clara entre ambos. La herramienta de la cooperativa, de carácter subsidiario respecto de la familia, al igual que el Estado mismo, hubiese podido ser adecuada para abordar en conjunto las inversiones que la nueva tecnología precisaba. Pero eso no fue necesario ni posible en la medida en que los que ya dominaban la vida económica del país, los terratenientes, serían los que aportasen sus capitales provenientes de la agricultura en el desarrollo de la nueva industria. Esta minoría, haciendo uso de los instrumentos mercantiles, crearían las sociedades que realizarían las inversiones necesarias y el grueso de la población aportaría simplemente su trabajo a cambio de un salario que no se determinaría en función de criterios de reparto del beneficio industrial, sino de la oferta y demanda de mano de obra en una etapa de fuerte incremento poblacional y migración masiva a los nuevos centros industriales. Así pues la industrialización no hizo sino acentuar aún más el divorcio entre capital y trabajo que ya existía en la sociedad agrícola previa y que es la característica fundamental, junto con la hiperconcentración de la propiedad, de un sistema capitalista.

Este sistema económico, extendido ya a casi toda Europa y otras zonas tras la Segunda Revolución Industrial, acabó siendo el caldo de cultivo para los planteamientos utópicos de los comunistas. Pero su solución no era sino acentuar más si cabe la concentración de la propiedad, hasta hacer que toda ella recalase en el Estado, mientras que los individuos segurían aportando tan sólo trabajo. Así se incrementaba tanto el divorcio entre trabajo y capital como el divorico entre gestión y propiedad, ambos nefastos dada la naturaleza egoista de la condición humana.

En lugar de ello, la encíclica Rerum Novarum, y los distributistas que posteriormente desarrollaron sus teorías a partir de ella (no es extaño que viniesen de Inglaterra, tampoco que el cardenal Manning, arzobispo de Westminster, tuviese un importante papel en la redacción de la encíclica), proponían la solución más lógica, humana y cristiana a los problemas planteados: la convengencia entre propiedad, trabajo y gestión.

jueves, 13 de enero de 2011

Orígenes de Rerum Novarum (I)

La encíclica Rerum Novarum (“de las cosas nuevas”), promulgada por el Santo Padre León XIII el 15 de mayo de 1891, además de ser el origen y la piedra angular de la Doctrina Social de la Iglesia, inspira y sirve como referencia o mandato para el posterior desarrollo por parte de Hilaire Belloc y los hermanos Chesterton del conjunto de ideas que denominamos “distributismo”.

Resultó una gran novedad y causó no poco sobresalto en la época que la Iglesia Católica irrumpiese de manera tan contundente en un debate tan mundano como el de la economía. Pero, ¿qué había llevado a esa situación?. ¿Qué clase de acontecimientos políticos y sociales habían provocado que la Iglesia fundada por San Pedro se ocupase de manera tan explícita por las cuestiones sociales?.

En primer lugar hemos de decir que la economía nunca ha estado exenta de implicaciones morales y ha sido, como todas las demás actividades humanas, campo de batalla entre el bien y el mal. En ese sentido, siempre ha sido objeto de atención por parte de los teólogos y eruditos de la Iglesia. En la época medieval era común que los eclesiásticos entrasen en debates cómo qué precios y margenes comerciales son moralmente aceptables o cuándo un préstamo es legítimo o cae en la pecaminosa consideración de usura. Los escolásticos, y con especial intensidad y erudición la Escuela de Salamanca, trataron las cuestiones económicas desde el punto de vista de la moral cristiana.

Por otro lado, a finales del siglo XIX las cuestiones económicas y sociales habían llegado en los países occidentales a una situación tan novedosa como extrema. Se encontraba en pleno apogeo el periodo de innovaciones tecnológicas y organizativas denominado Segunda Revolución Industrial. A diferencia de la primera, ésta afectó tanto a Inglaterra como a la gran mayoría de países europeos, Estados Unidos, los dominios británicos y Japón. Los descubrimientos científicos sin precedentes y su aplicación industrial generaron una traumática transformación de las sociedades de su tiempo. Las innovaciones aumentaron la productividad relativa del Capital como factor de producción, reduciendo la del Trabajo. Aún así la demanda de mano de obra en la industria, movida a su vez por la demanda de nuevos productos, creció incesantemente, provocando un profundo y continuado éxodo del campo a la ciudad. Esto dió lugar a situaciones en la que los trabajadores muy a menudo se veían avocados a interminables y agotadoras jornadas para conseguir un salario en el mejor de los casos de supervivencia en un entorno de precios al alza, ante el rápido crecimiento de la población en las ciudades, que les obligaba además a vivir en condiciones de hacinamiento en los nuevos barrios periféricos. Además esa migración masiva del campo a la ciudad junto con el crecimiento poblacional había provocado que la mano de obra fuese relativamente abundante, con la consiguiente pérdida de poder de negociación ante un capital más escaso y concentrado y mucho mejor organizado. Esta situación, como es sabido, fue caldo de cultivo para el intento de aplicación práctica de las teorías sobre la lucha de clases de Marx y Engels, y el movimiento revolucionario conoció en estos años una fuerte expansión, que comenzó con el experimento de la Comuna de París, tras la derrota francesa ante Prusia en 1871, y culminó con la revolución rusa durante la Primera Guerra Mundial.

Para entender como llegó la sociedad por sí sóla a un orden tan injusto que llevó a tantos hombres, no pocos de buena fe y muchos de ellos criados dentro de la Iglesia, al extraño camino propuesto por los revolucionarios, hay que analizar qué había sucedido con la economía en los siglos anteriores. En términos económicos, podemos decir que ya desde algunos siglos atrás se había iniciado lo que conocemos como “capitalismo” que a estos efectos podemos definir como el sistema económico en el que el Capital está concentrado en unas pocas manos y la mayoría de la población queda como mera oferente de Trabajo. Los expertos suelen coincidir en señalar al sur de Alemania y al siglo XVI como cuna y nacimiento del capitalismo, curiosamente el mismo lugar y tiempo del origen de la llamada Reforma Protestante. Los cambios tecnológicos de la Primera Revolución Industrial, que afectó principalmente a Inglaterra, hacían que el desarrollo pasara por la construcción de grandes fábricas e ingenios mecánicos para los que eran precisas tanto una gran concentración del capital como una extensión y divulgación de las prácticas societarias y crediticias. Para ello y en base a las “economías de escala” generadas, tenía sentido que en nombre de la eficiencia económica el capital quedase concentrado en unas pocas manos que fuesen así capaces de abordar esas grandes inversiones. Ahora bien, siguiendo a Hilaire Belloc (“Historia de Inglaterra”, “Europa y la Fe”) podemos indicar que esos cambios tecnológicos no provocaron por sí sólos la concentración del capital, sino que se encontraron con un capital que, al menos en el caso inglés, ya previamente había sido concentrado en muy pocas manos por un fenómeno aparentemente de naturaleza religiosa pero de gran implicación económica y que había marcado toda la política europea en los tres siglos anteriores: la Reforma Protestante.

(En el próximo artículo analizaremos la influencia de la reforma protestante en el proceso de concentración de la propiedad).

domingo, 9 de enero de 2011

La Escuela de Salamanca: Un precedente del distributismo


La Escuela de Salamanca es uno de los exponentes más valiosos y a la vez desconocidos de nuestro "Siglo de Oro", que no fue sólo un periodo de esplendor para las artes españolas, sino también para la ciencia y la educación académica en nuestro país. Conocido es el prestigio que alcanzó la Universidad de Salamanca en su momento y cómo sus máximos exponentes viajaron por las principales universidades europeas difundiendo sus teorías. Sin embargo, la consolidación de la reforma protestante acabó cerrando los centros académicos del norte de Europa al influjo del academicismo católico del sur. A principios del Siglo XX el economista austriaco J.A. Schumpeter volvió a reivindicar la importancia de este movimiento y su decisiva aportación al desarrollo de la ciencia económica. Su principal exponente fue Francisco de Vitoria, siendo algunos de sus principales teóricos Martín de Azpilicueta, Tomás de Mercado, Diego de Covarrubias y Luis de Molina.
Entre las principales ideas económicas de esta escuela se encuentran: defensa de la propiedad privada como algo natural y beneficioso para la sociedad; los beneficios de la libre circulación de personas, bienes e ideas; teorías sobre los beneficios y precios justos; y estudios sobre la moralidad de los préstamos y el cobro de intereses en función de si su destino es el consumo o la producción.
Lo que, desde nuestro modesto punto de vista, enlaza a esta importante corriente de pensamiento ecónomico con el distributismo, surgido entre finales del siglo XIX y principios del XX a partir de la encíclica de Leon XIII Rerum Novarum, es el intento de buscar pautas para la actividad económica que sean compatibles con la moral cristiana. Algunas de las enseñanzas principales que Rerum Novarum, en particular las referidas a los beneficios de la extensión de la propiedad privada de los medios de producción (“Los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo”) y la inoperancia del socialismo como solución al problema del reparto desigual de los recursos se inspiran sin duda en las reflexiones de Francisco de Vitoria ("Si los bienes se poseyeran en común serían los hombres malvados e incluso los avaros y ladrones quienes más se beneficiarían. Sacarían más y pondrían menos en el granero de la comunidad").
Liberalismo y comunismo, que protagonizaron el gran conflicto ideológico del siglo XX, crearon sus propios paradigmas en función de objetivos como la eficiencia o la igualdad, que llevaban a la ausencia de aplicación de criterios morales en un caso y a un férreo e inhumano control de la sociedad y supeditación de la vida y voluntad de las personas a un fin supremo imposible de cumplir en el otro. Ambos son ajenos a la existencia de Dios, y por tanto de un orden moral que ha de impregnar cada actividad humana, también las de producción y comercio. El distributismo, tal y como pretendían los sabios de la escuela de Salamanca, intenta crear un orden justo pero no a cualquier precio sino partiendo de la justicia y moralidad de cada acción y de la libertad de elección de los hombres, que determina al mismo tiempo sus posibilidades de perdición o salvación. Que cada hombre y cada familia pueda acceder a la propiedad de su casa y sus herramientas de trabajo, que pueda producir y/o vender libremente, y que no dependa de gobiernos, grandes compañías o personas poderosas para tomar decisiones como qué consumir o donde trabajar, resulta tan intuitivamente natural como cristiano.