jueves, 20 de septiembre de 2012

¿Es Mondragón un ejemplo de distributismo?


Como se indicaba en el artículo anterior, la experiencia de cooperativismo social de la localidad guipuzcoana de Mondragón se ha convertido en fuente de inspiración para todo tipo de autores y pensadores que buscan una tercera vía económica. También se ha convertido en modelo de referencia para el movimiento distributista norteamericano, que lo ha referido constantemente como ejemplo a imitar en sus publicaciones, e incluso en sus manifiestos. El profesor australiano Dr. Race Mathews, experto en economía cooperativa y autor de varios libros sobre la materia, es un ferviente defensor del experimento mondragonés, como manifiesta en sus habituales colaboraciones en la revista Distributist Review.

La Corporación Mondragón agrupa a distintas cooperativas y empresas de múltiples sectores que operan en los cinco continentes. Sus áreas de actividad van desde la industria (con marcas como Fagor, Orbea y Domusa) hasta la distribución (Eroski) o el sector bancario (Caja Laboral). Cuenta incluso con sus propios centros de formación e investigación y con una universidad privada. Actualmente cuenta con casi 85.000 empleados y una facturación anual de alrededor de 15.000 millones de euros. Se trata por tanto de un gigante de la industria y la distribución a nivel español y europeo. Los primeros pasos de lo que ahora es la Corporación Mondragón fueron dados en la postguerra por iniciativa del sacerdote D. José María Arizmendiarrieta, que fundó una serie de cooperativas industriales, de consumo y de crédito, embriones de las futuras áreas de producción, distribución y banca.

Planteados los hechos, la pregunta fundamental es la siguiente: ¿debemos compartir el entusiasmo del nuevo distributismo norteamericano respecto a la Corporación Mondragón?. En verdad, resultaría halagador pensar que nuestro país es un ejemplo a seguir en el camino hacia una sociedad más justa y mejor. Ciertamente, creemos que la sociedad española y las de origen hispánico son más distributistas, dentro de lo que cabe, que las anglosajonas. Pero esto no se debe a la existencia de grandes cooperativas industriales, sino a la pervivencia, pese a las dificultades, de una base cultural católica con unos valores que dan menos importancia a la eficiencia y más a la solidaridad, y la existencia de una estructura de pequeña empresa de carácter familiar. Es decir, se trata de sociedades más distributistas por el simple hecho de que son menos modernas y más tradicionales. El distributismo, al fin y al cabo, no pretende sino la restitución de un orden económico en el que primaban valores cristianos.

Lo que crea tanta expectación respecto a Mondragón, y su mayor diferencia percibible respecto de otras grandes corporaciones, es su carácter cooperativo. En este punto sería preciso plantearse si una organización cooperativa lleva aparejados siempre unos valores distributistas. Para los distributistas clásicos, como bien es sabido, la unidad económica básica, tanto para el consumo como para la producción y distribución, es la familia. En un mundo industrializado y moderno, las familias no pueden llegar por sí sólas a la producción de ciertos bienes o la prestación de ciertos servicios. Es preciso agruparse y aunar esfuerzos, y ahí surgen dos figuras fundamentales: las cooperativas y el Estado. Ahora bien, es preciso recalcar, y esto ha sido enfatizado por las encíclicas papales, que ambos tienen carácter subsidiario, es decir, que existen sólo para auxiliar a las personas y familias allí donde éstas no pueden llegar sólas. Este carácter subsidiario define su función, pero marca también una limitación. No debe ser sobrepasado, ni aún en nombre del bien común, pues implicaría abarcar competencias y funciones que corresponden a los individuos o a las familias, limitando la libertad y capacidad de decisión de éstos y creando una empresa o una sociedad en la que unas personas se ven limitadas por las decisiones que toman otras, incluso en ámbitos que ellos mismos podrían gestionar eficientemente.

Una de las críticas más certeras que se ha hecho del capitalismo, y que se ha apuntado como la razón principal de los problemas prácticos que éste genera, como la crisis que actualmente padecemos, es la de los efectos perniciosos de la separación entre propiedad y poder de decisión. Una persona que compra en bolsa acciones de la gran empresa para la que trabaja, en teoría pasa a ser propietaria de una infinitesimal parte de esa corporación, pero en la práctica las decisiones de esa corporación le son tan ajenas como los anillos de Saturno, y tan sólo podrá esperar obtener algún pequeño beneficio en su cuenta de valores a partir de la agresiva política de recorte de gastos y maximización de ingresos de un Consejo de Administración formado por gestores profesionales. A partir de cierta cantidad de acciones podrá incluso asistir a las reuniones de la Junta de Accionistas, pero su influencia en la misma es tan escasa como la importancia que tiene este órgano a efectos de la gestión ordinaria, que corresponde al Consejo. 

Por el contrario, una cooperativa que agrupe a unas pocas familias y personas, de manera que éstas posean un control efectivo de la misma y su voz y voto tenga influencia real sobre las decisiones, sí puede ser un ejemplo de toma de decisiones cercana a la propiedad. Pero una gran cooperativa, donde los miles de asociados puedan votar libre y democráticamente para tomar ciertas decisiones, no deja de ser, a efectos prácticos, más que una gran Junta donde todos los accionistas poseen un número de participaciones similar. El poder de un solo cooperativista, al igual que el de un pequeño accionista en una sociedad anónima, es prácticamente nulo y las decisiones cotidianas las acaban tomando un grupo de gestores profesionales tan ajenos a la propiedad como en una sociedad mercantil, o quizá incluso más.

Las desventajas de esa gestión profesionalizada y ajena a la propiedad son evidentes. Para empezar, fácilmente el pequeño propietario se desengaña y cae en la cuenta de su insignificancia dentro de la enormidad de la organización. En Rerum Novarum se nos enseña: “los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo”. Los gestores, por su parte, responderán a los intereses comunes solo en la medida en que sean capaces de priorizarlos sobre los propios, es decir, salvo honrosas excepciones, sólo cuando ambos casualmente coincidan. Este problema, derivado de la propia naturaleza de la condición humana, fue expuesto con su habitual maestría por Francisco de Vitoria: “Si los bienes se poseyeran en común, serían los hombres malvados, e incluso los avaros y ladrones, quienes más se beneficiarían. Sacarían más y pondrían menos en el granero de la comunidad”. Esta tendencia humana al egoísmo y la corrupción es la razón última por la que el comunismo ha fracasado en la práctica.

En nuestra opinión, el que una gran corporación se organice como sociedad mercantil o como cooperativa no tiene, desde el punto de vista de su actuación, tanta relevancia a la hora de considerarla acorde con la Doctrina Social de la Iglesia. Así, en Caritas in Veritate (46) se nos enseña “Que estas empresas (…) adopten una u otra configuración jurídica prevista por la ley, es secundario respecto a su disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar los objetivos de humanización del mercado y la sociedad.”

E.F. Schumacher también nos advertía de los peligros de las grandes corporaciones y propugnaba la necesidad de “organizaciones de tamaño humano”, pues como el propio título de su obra más famosa indica “lo pequeño es hermoso”.

Joseph Pearce en su reciente y continuadora de la obra de Schumacher “Small is still beautiful” (lo pequeño sigue siendo hermoso), pone un ejemplo claro de lo que podría ser un sector industrial organizado de acuerdo con principios distributistas. En el libro de Pearce se expone el caso de las fábricas de cerveza del Reino Unido. A principios de los años 70, un proceso de fusiones redujo el número de empresas del sector a tan sólo 7 grandes, cuya competencia vía precios les había llevado a una fabricación masiva, estandarizada y de peor calidad. La clásica cerveza ale prácticamente había desaparecido del mercado. Un movimiento asociativo de consumidores reclamando la cerveza tradicional británica supuso, no sólo la aparición de multitud de pequeños fabricantes dispuesto a hacer ale al estilo clásico, sino que los grandes productores readaptaran también sus procedimientos para dar mayor diversidad y calidad a sus clientes. La aparición de gran número de pequeñas marcas aportó al consumidor mayores posibilidades de elección y revivió un sector que prácticamente había sucumbido al imperio de las economías de escala y la estandarización.

Una organización industrial basada en pequeños fabricantes que aman su oficio y su producto y lo ofrecen a sus clientes para que éstos lo disfruten antes que para maximizar sus beneficios es, a nuestro juicio, totalmente acorde con la idea distributista de una economía sana y con valores cristianos.

Ahora bien, si a este ejemplo le hubiésemos aplicado la solución mondragonesa y hubiésemos agrupado a los pequeños productores de cerveza en una gran cooperativa que, por organización y tecnología, pudiese competir con las 7 grandes firmas existentes, tendríamos lo siguiente: una octava firma dedicada a fabricar masivamente la misma cerveza estandarizada y a coste mínimo que el mercado se supone que, por la teoría de la preferencia revelada, demanda. Organizarse de manera cooperativa, pudiendo ser un mecanismo útil en ciertas circunstancias, no es necesariamente, a nuestro juicio, un instrumento de humanización de la economía, como sí lo es una organización industrial diversificada y diseminada a base de multitud de pequeñas marcas, con independencia de la forma societaria de las empresas que haya detrás.

La Corporación Mondragón, sin poner en duda sus cualidades y virtudes en otros aspectos, no es a nuestro juicio el ejemplo en el que un movimiento que apuesta por una economía al servicio del ser humano, como el distributismo, debe fijarse. En todo caso, podría tratarse de un ejemplo de “buenas prácticas” para un socialista fabiano, ideología a la que el Dr. Race Mathews ha sido cercano. Pero nosotros aquí seguimos a G.K. Chesterton, y no, aún reconociendo su gran altura intelectual, a G.B. Shaw.

Nosotros pensamos que es preciso diseminar tanto la propiedad como la gestión, y no concentrarlas. Esta es la enseñanza de los distributistas clásicos, y nosotros, como personas que pretenden, modestamente, estudiar sus ideas y tratar de analizar su aplicabilidad al mundo moderno, debemos saber distinguirlas y no caer, a veces por simplicidad y otras por tratar de buscar afinidades ideológicas, en errores como el que, a nuestro juicio, cometen algunos seguidores modernos del distributismo con la Corporación Mondragón.

2 comentarios:

  1. Excelente lo suyo. Felicitaciones por este análisis.

    Podría aportar a la distancia que el funcionamiento de estas grandes cooperativas en los países hispanoamericanos en los que actúan (Mondragón, MAPFRE que es otro ejemplo también citado) no se diferencia absolutamente en nada a las grandes corporaciones capitalistas.

    Lo que me parece útil del caso Mondragón para el distributista es que rompe el mito de que, a gran escala, sólo las sociedades anónimas pueden competir. Creo que esto tiene evidentes implicancias sobre la ciencia económica.

    Esto no implica decir que Mondragón sea una "empresa distributista". Pero sí romper cierta "conventional wisdom" en temas económicos.

    Al margen de todo, me permito hacerle una observación. Ud. dice: "No debe ser sobrepasado, ni aún en nombre del bien común, pues implicaría abarcar competencias y funciones que corresponden a los individuos o a las familias, limitando la libertad y capacidad de decisión de éstos y creando una empresa o una sociedad en la que unas personas se ven limitadas por las decisiones que toman otras, incluso en ámbitos que ellos mismos podrían gestionar eficientemente."

    Ojo esta "soberanía" de la familia no es absoluta o ilimitada. De hecho, justamente es en razón del bien común que las sociedades mayores pueden intervenir. Pongamos de ejmplo los casos (lamentablemente cada vez más frecuentes) de violencia familiar.

    El problema es entender bien qué es y qué no es el bien común para la Doctrina Social de la Iglesia. El BC no es un "súper bien", ni un promedio, ni una suma absoluta; no es el PBI per cápita, ni ninguna otra medida contable. Como dijo el beato Juan XXIII, siguiendo a Pío XII, el bien común es el bien de todos y cada uno que permite el vivir lo suficientemente bien como para poder perseguir Aquel bien que está más allá de esta vida.

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  2. Gracias Kurz.
    Totalmente de acuerdo en lo del bien común y la necesidad de autoridades que velen por él. Yo me refería a competencia y decisiones de carácter económico. De todas formas, incluso en ese ámbito se precisa un Estado que, por ejemplo, si la familia produce bienes para el consumo humano, pueda realizar inspecciones de sanidad de esos bienes. Pero en cambio las decisiones económicas básicas y la propiedad de los medios de producción deberían darse, idealmente, al nivel de la unidad más pequeña posible.

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