Para caracterizar esos procesos
en España habría que recurrir al fatídico y decisivo siglo XIX, cuando el
securalismo, que aunque sin el paso previo de la herejía como la Europa del norte se
introdujo con fuerza, y la revolución industrial, tardíamente, cambiaron
completamente, y no siempre a mejor, la fisonomía del país y la vida de sus
gentes.
En la pionera Inglaterra la
concentración de la propiedad rural se había articulado en torno al proceso de
cercamiento (enclosure, en inglés), por el que se repartieron los terrenos
comunales entre un grupo influyente de grandes propietarios. Este proceso
concluyó con el establecimiento de vastos dominios en manos de rentistas que
alquilaban pequeñas partes de los mismos a multitud de campesinos empobrecidos
y sin propiedades.
Todo esto se hizo, durante los
siglos XVIII y XIX (los bienes de la
Iglesia ya habían sido incautados y repartidos dos siglos
atrás), con la clásica justificación del aumento de la eficiencia, para atender
la demanda de bienes agrícolas a la que el sistema tradicional no podía hacer
frente, si bien produjo un aumento de la emigración del campo a la ciudad, por
la dificultad de ganarse la vida por medios propios en el primero.
Al igual que ha ocurrido
recientemente con la burbuja inmobiliaria, o como sucedió en los años 80 con la
privatización de empresas públicas, los poderosos trajeron a nuestro país estas
ideas importadas del mundo anglosajón como una manera de incrementar
espectacularmne y en poco tiempo su fortuna y poder a costa de la inmensa
mayoría del pueblo español.
Hablamos en concreto de la
desamortización. Si bien el proceso desamortizador se dio, con diferente
intensidad, durante todo el siglo XIX, nos referiremos en particular a la
desamortización iniciada 1855, siendo Madoz ministro de hacienda, que aunque
menos conocida que la de Mendizábal resultó más intensa y generalizada.
Cuando hablamos de desamortización
se suele pensar en la incautación de los bienes de la Iglesia Católica,
particularmente tierras consideradas insufientemente aprovechadas o de “manos
muertas”. Pero suele olvidarse que este proceso afectó, al igual que los
cercamientos ingleses, a gran cantidad de tierras y bienes demaniales o comunes
de los pueblos, cuyos aprovechamientos, fundamentalmente leña y pastos, se
encontraban a disposición de los vecinos sin tener un propietario concreto.
La diferencia con otros países es
que en España la Iglesia
aún no había sido expoliada como lo fue en Inglaterra y otras naciones a
consecuencia, y también como causa u objetivo principal, del proceso mal
denominado reforma protestante.
Por tanto lo que en Inglaterra se
desarrolló en dos pasos, reforma y cercamiento, en España se hizo más tarde y
en tan sólo uno: desarmortización.
La venta de estas tierras
comunales, junto con las de la
Iglesia, se realizó, al igual que en Inglaterra, en un
ambiente de gran corrupción y acabó concentrando la propiedad en grandes
latifundios, sobre todo en el centro y sur de España, en manos de personas que
generalmente residían en ciudades y no tenían ninguna relación con el campo y
privando a muchos de su aprovechamiento en beneficio de muy pocos. También
acabó con gran parte del poder económico de la Iglesia, que con su
actividad caritativa beneficiaba a los sectores más pobres de la sociedad.
A la Iglesia Católica no sólo le
fueron expropiadas tierras, sino también monasterios, que dinamizaban
económicamente las zonas rurales de su entorno, e incluso universidades, lo que
suposo la desaparición o degradación de importantes centros de cultura y
formación, agravando las consecuencias económicas y sociales del proceso.
La crítica al nuevo orden
liberal que configuraron, junto con otros, estos procesos de concentración de
la propiedad, es común tanto al distributismo, como movimiento de carácter
económico y restitutivo que busca la justicia social a partir de la doctrina
eclesiástica, como al carlismo, como movimiento político confesional que,
aparte de la cuestión dinástica, enarboló la bandera de un tradicionalismo
contrarrevolucionario y antiliberal.
Es preciso destacar, aparte de la
diferencia en el enfoque, uno económico y el otro más amplio pero quizá fundamentalmente
político, la diferencia temporal, pues si el carlismo surge al mismo tiempo que
estos cambios y como respuesta inmediata y defensiva frente a los mismos, el
distributismo se desarrollará en los últimos años del siglo XIX y primeros del
XX, a partir del análisis crítico de los mismos y a la luz de la encíclica
Rerum Novarum, que denuncia los efectos sociales de la industrialización.
Queda claro pues, a nuestro
juicio, que, con las salvedades antes expuestas, existe una convergencia de
ideas y de interpretación de los cambios históricos en esta materia entre el
carlismo y el distributismo, como reacciones material y filosófica, política y
económica, en el momento y a posteriori, respectivamente, a un mismo fenómeno.
Ahora bien, ¿existe dicha convergencia en otros aspectos?.